LA CAMA EN TIEMPOS DE GUERRA ¿CÓMO DUERMEN LOS SOLDADOS?
Aunque estemos dormidos nuestro cerebro se encuentra siempre alerta. Testimonios de tripulantes de submarinos refieren que son capaces de descansar profundamente aun rodeados del permanente tránsito que sufre el corredor de un sumergible, pero sin embargo despiertan sobresaltados al oír su nombre. Abundan los testimonios de soldados agotados durante la I Guerra Mundial a los que se les había encomendado la vigilancia de un puesto en el frente, siendo vencidos por el sueño, de forma que solo este sexto sentido les permitió sortear el consejo de guerra en el último momento antes de ser sorprendidos por un oficial. El descanso de un soldado es siempre conflictivo, en ningún escenario como este el peligro de la noche se hace más evidente, todos los fantasmas que nos asaltan durante las horas de sueño son reales en periodos de disputa. En el frente no existe tregua para el descanso, ni lugar prestablecido para vivaquear, ni ropa de cama. La amenaza es real, aunque no exista monstruo alguno bajo la cama, porque, por regla general, no existe cama y el monstruo es exactamente igual a nosotros mismos, solo que con uniforme diferente. El lecho puede ser perfectamente un suelo embarrado, unas rocas; recostados sobre el tronco de un árbol como suelen dormir los elefantes, porque la posición de tumbado no es la más adecuada si se quiere reaccionar con prontitud ante lo incierto. Puede, y debe dormirse sentado, y, a veces, de pie. He mencionado la I Guerra Mundial porque me ha parecido un marco muy ilustrativo de cara a poner de manifiesto cuánto se puede echar de menos una buena cama. La vida en las trincheras era terrible y procurarse un descanso podía requerir esfuerzos enormes, sin embargo, los combatientes estaban tan agotados que aun descansando sobre un hierro ardiente hubieran podido conciliar el sueño. Las llamadas piraguas, un término paradójico que describe unos cuartuchos practicados con tablas y sacos rellenos de arena, era el habitáculo utilizado por los oficiales ingleses para descansar por turnos. Con ser un espacio húmedo y sucio, permitía una suerte de intimidad que no estaba al alcance de los soldados, estos se veían obligados a excavar auténticos nichos en el interior de las trincheras, muy parecidos a los practicados en los cementerios, de ahí el nombre. Había que tener la precaución de ejecutarlos con un cierto alzado sobre el suelo de la trinchera, de tal manera que el agua no penetrara en los mismos, en el argot oficial eran conocidos irónicamente como refugios. La guerra de trincheras fue capaz de concitar varias de las peores experiencias que un ser humano puede padecer. A los episodios de ansiedad: se vivía en un estado de constante alerta, se unían los parásitos, los roedores, el cólera, la disentería, las fiebres tifoideas, la falta de intimidad: los soldados novatos tenían que evacuar en grupo. La humedad causaba males como el pie de trinchera, resultado del contacto permanente con el frío y el barro; la boca de trinchera, afección causada por las precarias condiciones higiénicas, pero también provocada por el shock de guerra. El frío helaba los capotes, hasta el extremo de hacer necesario recortar el bajo de los abrigos porque la tela, empapada, se había congelado haciendo muy pesada e incómoda la deambulación, ya que había adquirido la rigidez de una tabla. La combinación de barro y agua hacia muy complicado el movimiento en el interior de los fosos hasta el punto de llegar a bloquearlo, cuando la bota se hundía en el barro este ejercía un efecto succión que impedía el movimiento de la pierna, quedando el soldado inmovilizado, se llegó a precisar la ayuda de tres personas para rescatar al infeliz. Cuando esto sucedía en terrero amigo cabía la esperanza de recibir ayuda, pero cuando el soldado quedaba bloqueado en tierra de nadie, solo la proximidad de algún cadáver podía permitirle un punto de apoyo liberándose así de su encierro. Era un blanco fácil. La privación del sueño es uno de los elementos más disruptivos. Se dice que un hombre puede aguantar despierto algo más de 36 horas, después simplemente se queda dormido. Muchos soldados no vieron una cama durante meses, y algunos solo conocieron las de los hospitales, otros, como los aviadores, simplemente cerraron los ojos antes de estrellarse con sus aparatos, vencidos por la fatiga.
Un marco hasta cierto punto concurrente con el referido lo ha constituido hasta fechas bien recientes la navegación marítima, pues sus peculiaridades hacían excepcional el descanso, tanto en tiempos de paz como en el curso de un conflicto. A un medio indómito y extraño como es el mar, se unía la precariedad dotacional de la ingeniería naval, incapaz de procurar en su momento un mínimo de comodidad en las travesías, lo que redundaba en experiencias de navegación penosas que a veces exigían grandes esfuerzos y sufrimientos. Decía Fray Antonio de Guevara (1480-1545) que la palabra «mar» en nada podía evocar experiencias placenteras, pues derivaba ni más ni menos que de «amargura». Su dictamen, pues nunca estuvo embarcado, fue resultado de las experiencias referidas por marineros y tripulantes sobre la vida a bordo de los barcos. El mar es hermoso, sin duda, pero terrible y cruel. Decididamente el elemento del hombre no es el agua, sino la tierra que le vio nacer, como ya se ocupó de referir un misionero italiano del siglo XVII, cuya crónica de una travesía se hace opresiva. Durante los siglos XVI y XVII, centenares de miles de emigrantes españoles decidieron, por diversos motivos, aunque la pobreza se apunte como el principal móvil, decidieron, decía, emigrar al Nuevo Mundo, y el barco era el único medio para hacerlo. Muchos de ellos perdieron la vida y su esperanza yace desde entonces en el fondo abisal y oscuro del océano.
Hasta el siglo XIX, e incluso el siglo XX, los barcos de la Armada española lucían en sus jarcias un curioso empavesado . No se trataba de banderolas ni guiones ni ornatos destinados al lucimiento del buque, eran colchones puestos al apego de los vientos con el fin de sanearlos y lavarlos, al menos una vez por semana. Recibían el nombre de coys, palabra cuyo origen parece remitir a la voz holandesa «kooi», «cama a bordo». Su diseño se correspondía, más o menos, con la popular hamaca. Esta lona, de forma rectangular, vino a solventar uno de los más importantes inconvenientes que hasta entonces habían venido atormentando, tanto a tripulantes, como a viajeros en ruta hacia las Indias, permitiendo al menos un reposo en condiciones aceptables. El coy acompañaba al marinero hasta sus últimos momentos, pues a veces se utilizaba como mortaja. Hasta su introducción en los barcos, el descanso era un empeño azaroso y no exento de conflictos, pues el espacio era muy reducido; no existían camarotes más que para el capitán y acaso, algún oficial o viajero principal, teniéndose que compartir con los viajeros, sus equipajes y los animales destinados al consumo durante la travesía. Era extraño disponer de espacio en cubierta para un cuerpo con las piernas estiradas, de tal forma que frecuentemente debía utilizarse para tal fin la superficie irregular de los equipajes. Un testigo pinta el descanso de la tripulación de un barco inglés en el siglo XVII como la de unos perros tumbados bajo la precaria asombra de una vela que les protegía, unas veces del Sol y otras de la salpicadura de las olas, tendidos en la cubierta, bien por faltad espacio, bien por buscar alivio a la atmosfera pútrida y pesada de las cubiertas inferiores del buque. Las travesías de los galeones españoles hasta el Nuevo Mundo estuvieron marcadas por numerosas penalidades; la privación del sueño fue uno de los aspectos más mortificantes. La mayoría de los marineros consideraba su servicio como una reclusión, y a juzgar por las exigencias del trabajo a bordo y el régimen disciplinario establecido, su percepción no era errónea. El mar, por lo demás, exigía tanto y ponía a prueba a los frágiles galeones y a los hombres que los tripulaban, que eran escasas las horas de asueto. Pero no solamente el mar era exigente con la tripulación, los pasajeros eran sometidos a un reto vital de tal naturaleza que las impresiones causadas por el viaje disuadían a muchos de emprender el tornaviaje, el viaje de vuelta, por muy mal que le hubiera ido la aventura americana. El principal problema vendría delimitado por la falta de espacio.
En los coy (lonas colgadas como se refería a ellos la Real Ordenanza de 1802) se intentó habilitar tanto el uso de mantas como de almohadas, pero las exigentes condiciones en las que se prestaba el servicio de guerra en la Armada , disuadieron a sus promotores, toda vez que ante un zafarrancho podían constituir un importante obstáculo en la cubierta y los puentes. En cualquier caso, la ausencia de almohadas reglamentadas fue sustituido por el acomodo particular e improvisado de cualquier tripulante, siendo el uso de la ropa el habitual impedimento utilizado como reposacabezas. Los coy sí que fueron empleados para reforzar las defensas del buque, pues una vez retirados se disponían sobre las batayolas de cubierta, lo que podía servir de parapeto, resguardando a la tripulación de las peligrosas astillas arrancadas de la cubierta, casi tan letales como los propios proyectiles de fusilería.
Hoy en día vivir sin privacidad nos parece insoportable. Someter nuestro cuerpo al escrutinio público causa agobio físico y moral. Sin embargo, los barcos carecían de intimidad alguna, cierto que la privacidad es algo que se vive de forma distinta hasta el siglo XIX. Lo privado se interiorizaba de otra manera, puede que incluso lo íntimo sea cuestión de costumbre, a juzgar por las crónicas que los soldados bisoños enviados a las trincheras en la primera guerra mundial, obligados a evacuar en un espacio diáfano, pero sin parcelación visual alguna. Era sofocante aquella afrenta… solo los primeros días, al poco, advirtieron que las necesidades naturales carecen de dignidad y solo son sucesos físicos. Pero esa pérdida de espacio vital lleva aparejada con facilidad el hacinamiento, y esta cicatería del espacio disponible sí que activa nuestros instintos ancestrales. Necesitamos un espacio vital, aquel que acaso venga marcado por la distancia en la que nuestro aliento no sea percibido por el otro, ni distingamos, recíprocamente, aquel hálito orgánico en nuestras narices. Es importante para no deshumanizarnos.
Texto © JGF/RPI
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