Historia de la Cama

 


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HISTORIA DE LA CAMA


Una cama hay que montarla como si fuera un plato de cocina. También hay que vestirla, de la misma forma a como nosotros nos ataviamos. Prestamos poca atención a nuestra cama, la abandonamos, la dejamos en barbecho. Hay durmientes que tienen la fortuna de despertar en la misma postura en la que se han acostado, como si solo les hubiera dado tiempo a un ligero parpadeo. Este es el caso de Sancho Panza, lineal y árido en sus destemplanzas, dormía de corrido. La placidez de su sueño, que calma las fatigas y alivia el dolor, les ha permitido mantener esa inmovilidad en el curso de su descanso. Se incorporan cada mañana y ni siquiera tienen la delicadeza de volver la cabeza para contemplar, aunque sea brevemente, a la responsable de su reposo. Casi no han dejado huella, duermen como viven, subrepticiamente. No obstante, hay otras personas que causan grandes destrozos colaterales durante su descanso. Enfrentarte al inquietante espectáculo de tu cama mancillada y caótica tras soportar durante varias horas el sueño es desalentador, parece el desierto de Jericó o el desgobierno de un motor de coche desmontado. Visualmente, una cama deshecha, tiene un efecto caníbal sobre el conjunto del dormitorio. El poder de este espacio es como el de un agujero negro en el horizonte de sucesos, todo lo devora, aunque todos y cada uno del resto de los cachivaches que nutren la alcoba ocupen diligentemente su lugar. Una cama en desorden ejerce un efecto dañino al conjunto: es como una cáscara de plátano en el suelo del Salón del Reino del Palacio Real, una uña sucia en la mano de un cirujano, un trozo de comida mal retirado de la dentadura de una modelo publicitaria, un pelo en la sopa o una ventosidad en una reunión de empresa. La cama deshecha exige la ocultación, una puerta de por medio que esconda el estropicio a los demás y a nosotros mismos. Pero como veremos más adelante esto no ha sido siempre así; al menos durante el siglo XVIII una cama desgarrada por el descanso nocturno era una carta de invitación a participar de la intimidad de una persona, un gesto de confianza y consideración. La duquesa de Alba, Cayetana de Silva (1762-1802) permitía atisbar moderadamente su cámara a los testigos de su matiné, deslumbrándoles con la desafiante sencillez de su indumentaria. Casi por las mismas fechas, Godoy (1767-1851), ese desconocido, provisto de interesantes aristas y avituallamiento humano, dejaba entrever a la concurrencia el oleaje de sus sábanas mientras le colocaban la casaca y ajustaban las medias. Protagonista absoluto ante una muchedumbre hambrienta y codiciosa de prebendas, que aguardaban en su antecámara a ser recibidos, a sabiendas de que todo aquello era una comedia, pues el valido hacía tiempo que estaba activo. Se había levantado horas antes para acompañar al rey en sus jornadas de caza y atender a la reina si ello era menester.

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