Cuando el perfume se inyectaba en la vena

 





Cómo oler bien siempre. El perfume en vena





Somos una especie olorosa. Higiene y cultura, en proporciones variables, nos empujan a acometer una limpieza aromática de nuestros cuerpos con una cierta regularidad. Olemos mal; el sudor, la suciedad, la alimentación, hasta el ejercicio de una actividad económica nos suelen marcar con un sello aromático que eventualmente puede incomodarnos. Hemos intentado, desde que existe memoria escrita, dulcificar ese olor, pues  oler bien es  como encender una vela en la noche hedionda de la naturaleza animal a la que pertenecemos. Aunque el término «perfume» es una voz reciente, por cierto la primera mención al mismo se debe a un español, básicamente los instintos de la especie no se han modificado a lo largo de los siglos; el olor, en sus respectivas gradaciones: aroma o hedor, funciona como un imán, o nos atrae o nos repele. Controlar el buen olor es la clave primaria para hacernos con los secretos de la seducción. Se ha intentado consolidar una especie de organicidad del buen olor, algo que nos acompañe permanentemente sin tener necesidad de reponer constantemente nuestra carga olorosa: «un traje de olor». La figura bíblica de Judith que había permanecido sumergida durante semanas en una solución aromática con el fin de que su cuerpo todo se empapara del olor a mirra para así desarmar y matar a Holofernes, es un precedente, un claro ejemplo de la domesticación y ocultación de nuestro olor corporal. La autocomplacencia no ha reparado en sacrificios cuando se trata de incursionar en tratamientos de belleza, uno de cuyos hitos más notables es el del olor; las jóvenes sudanesas, por ejemplo, son capaces de soportar lo indecible,  abrumando su cuerpo con un baño sahumal que requiere dilatar antes los poros de la piel, lo que solo se consigue con altas temperaturas obligándolas así a permanecer cubiertas por mantas en torno a una hoguera en la que arden maderas aromáticas, en una ceremonia conocida por el nombre de dukham. Se ha llegado a beber el perfume, pensando que el proceso digestivo se ocuparía de aprovechar sus virtudes distribuyendo la carga olorosa por todo el cuerpo. Los modelos estéticos del XIX habían llegado a incentivar un tipo de belleza cerúlea, en la que la palidez de la piel era utilizada para realzar  las  venas, latentes bajo aquella sutil cobertura dérmica como si de un sistema fluvial se tratara, acompañando todo ello de un arrasamiento lacrimoso de la mirada, que se conseguía instilando una o dos gotitas de perfume en los lagrimales, acercando la belleza al uso al porte doliente de un tísico.  Como se ve, la lógica, con frecuencia difusa de nuestros antepasados, los empujaba a un comportamiento negligente.

 La tiranía de la belleza no conocía límites. Lola Montez, una afanosa aventurera del siglo XIX muy relacionada con España, y a la que hemos dedicado varias entradas, decía que las mujeres de Bohemia tomaban habitualmente baños en aguas con arsénico para mantener su piel blanca.

    Los semáforos sociales y sanitarios aún no funcionan a finales del siglo XIX y los primeros años del XX. El consumo de determinadas sustancias psicotrópicas poseía un halo de exotismo e intrepidez que venía acompañado por una cierta patena de intelectualidad decadentista. Clínicamente el opio se había normalizado como el paliativo más apropiado para aliviar el sufrimiento orgánico que acompañaba a numerosas enfermedades. Sin embargo, su empleo lúdico se había institucionalizado entre determinados colectivos: artistas, intelectuales, jóvenes de las clases acomodadas, y ello hasta el extremo de que no había celebración en petit comité donde, bien el hachís, la morfina o el opio coquetearan con el producto más eminente: el alcohol. Llegó hasta a determinarse una jerarquía clasista de la drogadicción, los pobres arrasaban sus venas con el alcohol y derivados (la tuyona de la absenta llevaría a Van Gohg a cortarse la oreja), en tanto que los opulentos optaron por las sustancias exóticas.  Esnobismo, desidia, transgresión e ignorancia, se conjuraron de distinta manera y proporción para acercar a las clases burguesas al empleo de estupefacientes. Unas veces se buscaban la euforia, seguida de la relajación y la somnolencia, en este caso proporcionada por la morfina, aunque también era celebrada la desinhibición inducida por el hachís o la euforia del opio. Cierto que algunos precoces censores hablan de la decadencia de la raza, la abúlica inactividad de los jóvenes de la burguesía que les empujaba no solo al consumo sino también a la práctica de filosofías agónicas y corruptas.  La perfumería se había convertido, por encima incluso del vestido, en uno de los elementos con mayor atractivo y poder, señalando sus despóticos dominios sobre una especie rendida a su hechizo, pero que veía cuán endeble era su eficacia, pues sus efectos desaparecían con rapidez. 

La morfina hizo verdaderos estragos entre los profesionales sanitarios, sus esposas, ignorantes de las consecuencias,  quedaron enganchadas a su consumo. Particularmente era notable el número de mujeres dependientes de la morfina, hasta el punto de que el vocablo más normalizado para describir la sumisión era de preferencia el femenino: morfinómana.


    La imagen que Europa proyectaba del otro lado del Atlántico era la de una cultura en decadencia, cuya influencia exterior era notable, pero que, a cambio, debía soportar desviaciones y tendencias hedónicas y asociales en las que lo único importante era la futilidad y la autocomplacencia. A finales del siglo XIX la prensa norteamericana, principalmente, comenzó a hacerse eco de noticias que remitían a los ambientes más sofisticados y nihilistas de la vieja Europa como responsables de una nueva y peligrosa actividad cosmética, la de inyectarse perfume en las venas con la dudosa pretensión de procurarse una permanente y agradable aromatización, constituyendo de esta manera la solución definitiva para combatir el hedor corporal.

    Inicia la serie de crónicas un pequeño periódico de Minnesota, el Saint Paul Daily Globe (página 6, 24 noviembre de 1890), bajo el título de hypodermically injected into feminine veins. La aguja hipodérmica se ha convertido en codiciado accesorio indicador del más refinado personaje. Como un abanico o un cigarro o un mondadientes de oro, los cachorros rebeldes y bohemios de la alta sociedad occidental culminan los formales bailes de sociedad en episodios festivos restringidos en el transcurso de los cuales se alternan los efectos eufóricos y sedantes del opio, el hachís, la morfina y el alcohol: unos se beben, pero otros se inyectan. Es precisamente el desagradable olor que deja en la piel el opio inyectado el motivo por el que ciertas consumidoras habituales buscaron sustancias capaces de opacar su consumo atenuando estas persistentes notas de olor. 




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    Fue una ciudad rendida al poder de los perfumes: París, donde empezaron a circular noticias sobre la inyección de pequeñas cantidades de perfume; tres a cinco gotas eran suficientes, según el Globe. Servía cualquier jeringa, incluso la aguja hipodérmica adquirida en cualquier farmacia, aunque podía aparecer una pequeña hinchazón causada por el perfume, esta se resolvía presionando y frotando el nódulo. El Globe informaba que, al disolver esta concreción, el perfume entraba en la corriente sanguínea y de esta al corazón y de allí a los pulmones lo que imprimía un delicado matiz aromático al aliento. Aunque pronto los médicos denunciaron esta peligrosa frivolidad y sus dudosos resultados, fue de alguna manera un médico el que fomentó accidentalmente ciertas expectativas,  ya que descubrió que al inyectar en su paciente tísico una solución que contenía eucalipto el enfermo comenzó a exhalar un grato olor balsámico. La práctica debió de continuar con discreta intensidad, porque el Chicago Tribune en 1891,  y siete años más tarde el New York Times y el Washington Post (coincidiendo en su publicación el mismo día 28 de agosto y año 1898) dedican columnas al particular. Hay que esperar hasta 1912 para que se haga eco los Angeles Time, y nuevamente, esta vez bajo el titulo Perfume Now Injected: Latest Fad in Paris, el  New York Times el mismo año. The Jersey Cite News de 1899, llega a afirmar que muchos establecimientos en Paris se dedican exclusivamente a este tipo de perfumería dérmica y aventura que las inyecciones de perfume  ya han dado el salto oceánico y en las ciudades norteamericanas se puede encontrar por nueve dólares.


 Anny-Charlotte Verney, aunque por razones nada frívolas: se extravió en una etapa del París Dakar y junto a su mecánico, se bebieron el agua del radiador, y ella, su perfume.

     Le Figaro, también en el año 1898, atribuye a una dama de la alta sociedad parisina, actriz famosa, por lo demás,  la divulgación de las inyecciones intradérmicas perfumatizadas, pero  es probable que confundiera, como era frecuente, la dependencia de la morfina de esta, con las inyecciones de perfume. De hecho, la morfina pudo sugerir escenas equívocas a observadores precipitados. El cuadro de Les Morphinées (las morfinómanas) de Moreau de Tours que ilustra esta entrada, posee elementos que fácilmente pueden confundir al espectador, como el envase que contiene el alcaloide, similar a los frasquitos de perfume, la pequeña hinchazón causada por el líquido inyectado o el escenario plácido, recargado y burgués que jalona el cuadro[1]. 

    Aunque la información no es consistente y carece de continuidad, además de datos más precisos, es probable que, pese a los riesgos, ciertos cenáculos darían por bueno el intento, practicándose con resultados diversos, de hecho un periodista del The San Francisco Call  de 1898, se prestó a inyectarse perfume de violetas en el brazo, en un experimento controlado por un médico y no obtuvo resultado alguno por lo que concluyo que el sistema era solo una superchería, obteniendo en cambio un fuerte dolor de brazo. Hay que desplazarse muy lejos de Europa, a la India de los maharajás. Allí, tanto médicos franceses como británicos, se prestaron a tratamientos polémicos, encubiertos bajo un supuesto academicismo experimental, pero principalmente instados por emolumentos escandalosamente altos, ofrecidos por príncipes que aún parecían vivir en la Edad Media y que, salvo error en la traducción[2], parecían consistir  en inyecciones vaginales de perfume que acompañaran las licenciosas prácticas sexuales de estos príncipes con un agradable aroma.



[1] Existe un cuadro de parecidas características pintado por Santiago Rusiñol (1861-1931), él mismo morfinómano, titulado: la morfina.
[2] He utilizado: «Diwan Jarmani Dass (1969) Maharaja Lives And Loves And Intrigues Of Indian. Allied Publisher. Bombay. 13».