YA REPARASTE
Un Sicario del siglo XVII
El hombrecillo le miraba con
pavor. Llevaba la cruz de Calatrava cosida en su capa y temblaba como un
pajarillo entre sus manos, tendido de bruces sobre el suelo. Justo Guevara lo
había inmovilizado y rebuscaba con buen oficio en la nuca del infeliz el lecho
por el que hacer penetrar su estilete.
— Estate tranquilo – le susurraba
– Vas a morir y lo sabes. Es inevitable.
— ¡Favor! – suplicaba la víctima.
— Si te estas quieto ni lo
sentirás. Palabra de Justo Guevara. Por muchos que hayan sido tus pecados no
irás más allá del Purgatorio. Te he dejado rezar y pagaré dos misas por tu
alma.
— Espera. Toma mi bolsa de oro –
replicó su víctima, resignado ante el destino – He oído hablar de tu buen
hacer. Bien sé que no puedo comprar mi vida, pues no te dejas sobornar. Dentro
de la bolsa encontrarás un papel doblado en el que hay escrito un nombre.
Prométeme que el oro de mi bolsa servirá para comprar tu brazo; debes dar
muerte a esa persona. ¡Prométemelo!
— Sea. Prometido. Pero ahora
vamos a lo nuestro
Justo
Guevara tenía fama de ser el mejor asesino de la Corte. Admirado y temido a
partes iguales, había alquilado su brazo al odio, al rencor, a toda pasión
humana. No desdeñaba la envidia de los modestos ni tampoco despreciaba el
orgullo de los grandes. Se abstenía, eso sí, de juzgar la decencia de sus
encargos, la catadura de sus pagadores, la discutible justicia que de su mano
salía. Trabajaba mecánicamente y cumplía. Todos sabían que un contrato
establecido con él era una sentencia inapelable.
Tenaz y silente, podía acechar
durante mucho tiempo al infeliz, dándose incluso el caso de ejecutarlo seis
meses después de haber fallecido el pagador de aquel crimen. Nunca empleaba
medios silentes y femeninos, conocía la eficacia del veneno, pero él mataba a
hierro. Serio y profesional, Justo se tenía en alta estima y aunque se sentía
razonablemente seguro, nunca se le ocurrió despreciar a aquellos que decían
admirarle. Por precaución nunca descuidaba su espalda, caminaba pegado a las
fachadas de las casas y detestaba las muchedumbres.
Sabía de qué iba la vida, y ya
hacía mucho tiempo que había decidido no atormentarse con su frugal
consistencia. Vivía cómodo y vivía bien, sin penuria alguna. Su posesión más
estimada la constituía un estilete de hoja finísima y empuñadura de plata del
cual se servía para su oficio. La huella de cada uno de sus crímenes había
quedado en él marcada. Siendo siete sus víctimas, siete eran las muescas que lucía
la pieza. Le habían ofrecido una autentica fortuna por su venta, ya que, entre
los de su oficio, se sostenía que el arma era tan eficaz que de alguna manera
sabía por qué parte de la nuca la resistencia del hueso era menor. Así parecía
ser en efecto, aunque no parece conveniente despreciar la gran habilidad y la
mano firme de Justo Guevara que fulminaba sin un grito de dolor a cada uno de
los hombres a los que había matado.
Pese a la infamia de su oficio
era un hombre temeroso de Dios, compasivo y nada cruel. Mataba sin saña alguna
y tenía buen cuidado de hacer la señal de la cruz en el pecho de sus víctimas
antes de que éstas expiraran. Se ocupaba también de pagar dos misas por el alma
de aquellos desdichados, a las cuales, solía acudir invariablemente.
Disponía en torno a su cuello de
una bolsita a la que él llamaba «la del tesón» porque contenía esta el nombre
de los sujetos a los que debía matar, la fecha en la que les había dado muerte
y el precio por ello cobrado. Su cabeza, como se ve, estaba ordenada con cierto
rigor contable, controlaba sus sentimientos porque paradójicamente odiaba el
exceso y el desorden.
Cierto día, afecto como era a la
silenciosa reflexión de los templos y buscando también el perdón de sus
pecados, acudió muy de mañana a la Iglesia de... cuyo Cristo, labrado en una
talla pequeñita, le era particularmente querida. Nada en el mundo le sobrecogía tanto como la
quietud de las iglesias, pero aquella mañana, como he dicho, lo que se le
sirvió más bien para el goce de sus sentidos fue el rostro bellísimo de una
joven arrodillada ante la imagen del Cristo. Rezaba la misma con fervor,
absorta y ensimismada. Esa intimidad de la mujer respecto a sus propios
pensamientos le pareció a Justo Guevara tan hermoso como el resto de la
arquitectura de su rostro, el auditorio de sus pechos y la limpia pureza de sus
manos. Justo temía que el febril latido de su corazón rebotando por debajo de
sus costillas le delatara. Confuso al principio, esquivo por naturaleza a la
fuerza de sus instintos, intentó apartar de ella la mirada, mas no pudo y
decidió abandonarse a la grata contemplación de aquel hermoso rostro.
Él no lo sabía, pero aquí se
dirimía la derrota del más afamado matador de la Corte. «Repara en mí»,
murmuraba. «Repara en mí», insistía aquella alma que empezaba a enajenarse ya
por la fuerza del amor.
No hubo tal cosa, al cabo de un
rato ella se incorporó para mostrarle, eso sí, toda la fuerza de un cuerpo que
Justo Guevara quería hacer suyo pero
que no era suyo. Turbado, casi febril, transformándose rápidamente su espíritu
apacible en una tormenta de emociones, se le ocurrió pensar que aquella mujer
había sido puesta en el mundo sólo para él y que suya sería.
Aquella noche le pareció que un
trozo de su corazón se había hospedado en el pecho de aquella desconocida.
Agitado, obsesionado por el breve pero intenso recuerdo que de ella tenía e
inquieto por aquel duermevela que le impedía conciliar el sueño, resolvió
acudir al templo a la mañana siguiente y seguirla con precaución.
Ella estaba allí, arrodillada
como la jornada anterior ante la talla pequeñita del Cristo. «Repara en mí.
Repara en mí». Suplicaba una vez más en silencio Justo Guevara. Pero ella
ausente, como inalcanzable en su esplendor, le ofreció la indiferencia como
respuesta.
Le temblaban las piernas mientras
la seguía, le latían las venas de las sienes, las palmas de sus manos húmedas,
la respiración entrecortada. Ahogándose en ese potaje de dicha y desaliento en
el que se iba como condimentando su alma. Supliciado sobre todo ante aquel amor
esquivo y sordo. Le parecía imposible que el estruendo de sus emociones no
llegara a sus oídos.
Le sublevaba que su presencia, ya
insistente durante todos los días ante el balcón de su casa, no hubiera sido
por ella advertido, y que pasara altiva, bellísima junto al dominio de
aquel espíritu que se abrasaba en la
llama de la pasión. Siempre acompañada por algún pretendiente y decididamente
complacida de los duelos que en su nombre se dirimían. Pareciera que un perro
rabioso le estuviera devorando las entrañas cada vez que la sorprendía frívola,
coqueta, dejándose querer.
El amor aquel era un tormento,
una fiebre seca. A pesar de ello, su orgullo; terrible, le impedía hacer más
explícitas sus intenciones. Se negaba a humillarse como aquella nube de
pretendientes que la dama había satelizado en torno a su impecable hermosura. Rendido,
pero no indigno ante aquellos irresistibles ojos de un negro vertiginoso que
parecían dejar en el espacio como relicarios de pasión. Ese sutil sendero de
vagas promesas que sólo el alma femenina sabe fabricar a conciencia para que en
ella se enrede la torpe fogosidad de los hombres.
Primavera, verano, invierno, otra
vez primavera. Esa extraña persistencia de las estaciones. Lo que de Justo
Guevara quedaba era sólo un mero estropicio. Nada apuntaba aquella apostura que
lo hizo afamado y temido en la Corte; descuidado, inatento a sus obligaciones
más elementales, sucio incluso. De mirada ya descarriada, se emborrachaba con
su propia sensación de fracaso, en su caso el amor parecía haberle pasado por
encima como un huracán. Pero firme, orgulloso, de piedra se diría. Ni una sola
vez hizo intención de presentarse a la dama e invariablemente utilizaba el
embozo de su capa para ocultar su identidad. «Repara en mí».
Pero ello no reparó.
Justo Guevara, herido en lo más
profunda de su alma y con el corazón hecho trizas, decidió por fin abandonar
aquella esperanza que tanto le prometía pero que tan poco le había dado.
Desolado y vencido manejaba un género de frustración a la que no estaba
acostumbrado. Su cuerpo, firme en el crimen, se veía ahora incapaz de seducir a
una mujer. No había consuelo posible ante semejante fracaso y él no hizo
intención alguna de buscarlo.
Se celebraban por entonces en la
Corte las fiestas de la pasión de Cristo. Atormentado por aquel dolor
insufrible que parecía hospedarse en la misma infraestructura de su alma determinó
hacerse penitente. Buscando en el sufrimiento físico un bálsamo para aquella
agonía interna que lo iba consumiendo. De tal forma que con su espalda
descubierta y provisto de una vara de abedul paseó casi con alivio su pesar por
las calles de la Corte.
Golpeaba con violencia su piel y
resistía entero el dolor de sus heridas abiertas. La sangre le escurría por las
piernas y empezaba a nublársele la vista. Aquella atroz tortura le parecía a él
incluso hasta más llevadera porque era el resultado de una herida que acabaría
por cicatrizar con el tiempo. De pronto, y de entre el mucho público que
contemplaba aquella procesión de arrepentidos, observó él aquellos ojos, aquel
rostro de mujer por el que tanto había penado. Deteniéndose entonces a su
altura golpeó Justo Guevara aún con más rabia su ya flagelada espalda, de forma
que una gota de su sangre fue a caer sobre la mejilla de la mujer que lo
miraba, ahora sí, fijamente a los ojos. Aturdido y débil por la cuantiosa pérdida
de sangre, supo él, antes de desvanecerse que aquella mirada bien merecía todo
el sufrimiento pasado.
Ya reparaste.
Y en efecto, al cabo de un año
Justo Guevara no guardaba de lo antedicho más que un lejano recuerdo. Desposado
con aquella que tanto le había hecho padecer, era dichoso y feliz. Los días trascurrían
en una dulce evocación del cuerpo del otro, esa turbulenta disposición en la
que coloca el amor a los enamorados. Ausentes de todo cuanto les rodeaba, se
diría que puramente… embobados.
Cierto día recordó nuestro hombre
aquel compromiso incumplido que había establecido con la última de sus
víctimas. Fogoso en el amor, no había perdido sin embargo un ápice de su
sentido del deber. De su «bolsita del tesón» extrajo entonces el papel con el
nombre de su próxima víctima, toda vez que el encargo había sido ya pagado «in
extremis» por aquel caballero al que diera muerte. Mitad curioso y también
inquieto se le ocurrió desplegar aquel insignificante papelillo para descubrir,
horrorizado, que el nombre aquel no era más que el de su muy amada mujer.
Se dice en la Corte que Justo
Guevara es el más profesional de entre todos los de su oficio. Su estilete
tiene ya ocho marcas resultado de...
Fin del «ya reparaste»
Tomás de Veracruz
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