Reflexiones de un escritor novel. Autoedición. Editoriales tradicionales versus Amazon

 





Reflexiones de un escritor novel. Autoedición. Editoriales tradicionales versus Amazon



Escribo desde que tengo uso de razón. Recuerdo que la primera cosa que escribí fue una obra de teatro, quizás tuviera quince o dieciséis años. No lo tengo muy claro, doy por cierto que fue una especie de torpe trasunto sobre Romeo y Julieta. Un drama que me había dejado impresionado al visionarlo en aquellas entrañables sesiones de teatro que nos ofrecía la televisión pública. Recuerdo que nunca me planteé  lo que me llevaba a hacer aquello.  Era algo normal, un entretenimiento más de mi primera juventud. No sabía ni qué era eso del oficio de escritor. Hubiera debido jugar al fútbol con mayor entrega, o estudiado, también con la misma entrega. Pero en cambio escribía, cuartilla tras cuartilla, un drama de amor. Los personajes se hacían realidad en mi imaginación, casi podía tocar las manos de su protagonista femenina, templar el valor de su enamorado, imaginar las calles de una ciudad medieval, sentir el frío húmedo de las piedras y la respiración entrecortada de los enamorados, barruntar el drama, intentar pintar el odio. No puedo recordar el detalle, pero sí esa impresión emocionante de que estaba haciendo algo que me proporcionaba placer, y en cuyo propósito no existía ni el tiempo, ni el cansancio, ni otro proyecto más. Cuando una persona escribe no siente cansancio, no valora el tiempo como lo hacen los demás. Lo más importante es aquella historia que tienes entre manos y que se sobrepone a tu misma realidad, solo te preocupa no perder el hilo argumental que te has fijado y que no sabes muy bien cómo se va definiendo en tu cabeza. Tus pensamientos vuelan libres, son, y no son algo tuyo, van persiguiendo hasta el ritmo con el que tus dedos son capaces de presionar el teclado. Una idea te lleva a otra, y esta, a su vez, a otra, y así sucesivamente. De forma que te encuentras con auténticos racimos de ideas aparentemente inconexas. Tu habilidad como narrador deberá ponerse en práctica en estos momentos, es decir: ¿cómo cocinar esa tormenta de ideas? O, lo que es lo mismo, ¿cómo podría mezclar churras con merinas o contar peras junto a manzanas? La confitura, resultado de esta mixtura, es un reto para el escritor. Solo aquellos que estén capacitados verán la luz al final de este espeso bosque de palabras y conceptos. El arte de la narración, pienso yo, básicamente consiste en percibir aspectos de la realidad que están al alcance de todos, pero que solo unos pocos saben poner en orden. Que alguien piense, cuando lee tus palabras, que eso es lo que él siente, pero que no ha sabido explicarlo, es el mayor cumplido que un escritor puede recibir.

    Cada uno tiene su batuta, su técnica, yo no consigo escribir con pluma, pero otros autores son incapaces de enfrentar una página en blanco, si no es apoyando la punta de su bolígrafo sobre aquella superficie tan inmaculada como el limbo. Me he acostumbrado al teclado de ordenador, ahora mismo me sentiría incapaz de escribir algo sin ese soniquete que es el que parece marcar el curso de mis pensamientos, los cuales surgen a borbotones, pero impelidos por un pulso irregular. Y eso que no es esta la mejor manera de hacerlo, pienso yo, la escritura, como la vida misma, requiere gestionar la normalidad, no es posible escribir siempre en el límite, porque tampoco es posible vivir así. Me ha costado entenderlo.

    Pero, ¿por qué se escribe? ¿Tiene esto algún propósito, o es solo el resultado de un dialogo interior? ¿Es acaso una conversación terapéutica destinada a reconciliarnos con nosotros mismos, a la vista de las numerosas dificultades que todo hombre siente para adaptarse al duro mundo exterior? Yo creo que se escribe de la misma manera que un volcán, largo tiempo dormido, despierta con furia; uno acumula lava y otro labia. A veces, he pensado que el escritor es un ser trastornado al que el circuito hormonal no le funciona correctamente, cínicos hasta extremos insoportables, sensibles hasta la cursilería. ¿Hay escritores normales? Quiero decir, ¿existe algún profesional que viva el momento sin la intención de utilizarlo digamos profesionalmente en su siguiente trabajo? Yo he vivido los diez últimos años de mi vida acompañado, a veces esclavizado, por la obra que tenía en mis manos. He engordado quince kilos, mi mujer dice que vive una especie de matrimonio compartido con alguien que no tiene rostro, que no huele, pero que está ahí como si fuera mi sombra. Solo estoy a medias, me habla y sabe que la mitad de mi cabeza está en otro sitio, he ido de vacaciones para hacer lo mismo que hacía cuando no estaba de vacaciones. He despertado del sueño, porque tras mucho merodear en torno a una palabra o una idea el descanso me ha dado la respuesta. He dispuesto mis horas del día en función de mi trabajo, he vivido con un fantasma que solo me ha abandonado cuando ya no había más que decir...; bueno, miento, siempre hay algo más que decir, pero tienes que acabar de una vez, porque sabes que tarde o temprano otro visitante vendrá a ocupar el lugar del que se ya se ha ido y volverás a empezar otra vez. Así son las cosas.

    ¿Consejos? Pocos.  Soy un escritor novel algo veterano, tengo más de cincuenta años, y lo que he descubierto en mi oficio de escritor es esto: sé constante, escribe todos los días, a la misma hora si es posible; yo prefiero por la mañana, el riego sanguíneo, ya se sabe. Deja reposar lo que escribes. ¿Cuánto?, no sé, a veces es suficiente con unas horas, otros requieren días, frecuentemente meses. Lo que significa que una obra exige, como el vino, un tiempo de maduración, a veces mejora con el tiempo, mi experiencia es que suele empeorar, mejor dicho, suele requerir retoques importantes; lo que en un momento te pareció sublime, cuando reposa sobre el papel pierde intensidad, es como un soufflé que se ha venido abajo, y con frecuencia, es el resultado de escribir a trompicones, eso que los clásicos llamaban inspiración y que yo estimo más bien como cantazos a la narración. Los detalles son importantes, un libro, como una escultura, es una sucesión de detalles que dan el producto final.  Pues bien, este tiempo que debe tomarse cualquier obra no es vano, se aprovecha también para la corrección de estilo; algo absolutamente tedioso, pero tremendamente útil, la corrección autotipográfica: comas, puntos, todo eso. A mí me sirvió para escanear el texto y depurarlo, a cualquier escritor le cuesta un triunfo borrar párrafos, episodios creativos de los que se encuentra muy satisfecho, pero que no encajan de ninguna manera. Qué se le va a hacer, puedes aprovecharlos para otra ocasión, recorta y pega en el libro de los descartes, el pesar se te pasará enseguida, en cuanto emprendas la relectura de lo que has escrito. La corrección ortotipográfica es pesadísima; útil, pero laboriosa, sobre todo porque hay glifos, la coma sobre todo, que carece de regla, pues tiene tantas o más excepciones que normas. No te desanimes, a mí me ayuda bastante la lectura de voz que hace Word (y las últimas versiones del formato PDF), te das cuenta de cómo debes colocar las dichosas pausas. Presentar correctamente un texto escrito es fundamental, pero no te olvides que es una obra de creación no una gramática, es indefectible que en una obra con 100.000 palabras se cuelen sí o sí errores, el lector no es un necio que compre una obra de creación para advertir las meteduras de pata con las que pueda menoscabar al escritor, aunque los hay, pero estos como si no existieran, siempre tendrás un grano en el culo.

    Si has llegado hasta aquí ya tienes un triunfo, pero lo que te espera puede ser aún peor. Tu querido trabajo deja el hogar, viaja a tierra extraña, ya no estará cuidado entre algodones y será sacudido inmisericorde por la cruda realidad. No te desanimes si crees en ella, solo uno de varios miles de manuscritos pasará los primeros filtros de una editorial profesional. Recuerda que compites con miles de escritores que están en tus mismas condiciones y la mayoría cree tener una buena narración entre las manos. Piensa que las editoriales son una empresa, van a ganar dinero, y como tales empresas, se nutren de determinados proveedores. Los primeros son los escritores profesionales, tienen una técnica de la que tu careces, seguramente escriben bien o muy bien. Personalmente me cuesta horrores comprender cómo pueden sacar una obra de ficción cada año, yo me acuerdo de uno que siempre publicaba un mes antes de la Feria del Libro de Madrid, hasta que dejó de hacerlo, enmudecido por la cruel enfermedad del olvido. Hay muy buena literatura en este colectivo. Luego están los enchufados, hijos de ola mediática, pueden anunciar automóviles, pastillas de jabón, participan en concursos, en fin, tocan todas las teclas, en realidad saben que más pronto que tarde el público se hartará de ellos y se olvidaran hasta de su nombre, por eso, mientras puedan, deben hacer cualquier cosa, hasta escribir libros. Son una competencia atípica, pero el caso es que venden.  Hay un tercer grupo; los fatuos, los pensionados, los clientelistas de la administración pública; los pedantes que obligan a sus alumnos a adquirir su libro si quieren aprovechar la asignatura, se me caería la cara de vergüenza si me viera en esta tesitura. Vender venden poco, pero el Estado se ocupa de cubrir el déficit. Por lo general pertenecen a ese colectivo de intelectuales de café, esos exactamente de los que despotricaba Miguel Hernández en momentos tan dramáticos de nuestra historia, Hemingway incluido. ¿Qué te espera pues de este lado? Nada. Juraría que las apuestas están en tu contra. Queda una segunda opción: las editoriales que no son editoriales, es decir, las noeditoriales. Aclaremos conceptos, este tipo de editoriales tienen configurado un negocio en el que sus principales clientes, por no decir únicos, son los propios escritores, si estás por la labor, adelante. Aquí es fácil conseguir el plácet, la mayoría de las obras que reciben, según ellos, son publicables. Te pedirán el manuscrito para revisarlo y siempre te dirán que hay algo en ti que destaca, pero que el texto requiere urgentemente una corrección ortotipográfica -ya hablé de este palabro más arriba- para poder ser puesto a la venta. No sé si a estas alturas ignoras que te están ofreciendo una autoedición, eufemismo que generalmente suele esconder un hecho, en parte desalentador, y es que tú eres el que vas a pagar los libros; 50, 100, 200 y hasta 500 ejemplares. Te ofrecen la posibilidad de presentar públicamente la obra, tú te encargarás de aportar el público: familiares, amigos y conocidos. Ellos, supuestamente, darán publicidad al producto, lo colocarán en determinadas librerías y soportes web y serás seguramente nominado para un premio literario que, otros como tú, se encargaran de pagar porque viene implícito en sus tarifas. Todo esto, quiero señalar, es un negocio perfectamente lícito y que de alguna manera permite aliviar la gran frustración de tantos autores que abandonaron su trabajo en el camino.  Te hacen sentirte un gran escritor y juegan con ese aspecto oscuro, pero determinante de la naturaleza humana: la vanidad. Aún tenemos impreso en nuestras cabezas un discurso romántico y anacrónico de los escritores, esclavos de su inteligencia, a los que, debido a su genio, todo les está (estaba) permitido. Pues bien, más vale que te vayas olvidando de esta imaginería, las cosas avanzan con tanta rapidez que dentro de poco un escritor será algo rancio. Resumiendo, si imprimes 50 unidades sablearas a 50 familiares y amigos; si imprimes 100, y eres muy popular, colocaras 100 libros que nadie o casi nadie leerá, pero ten por seguro que no vas a vender ningún libro fuera de ese circuito, porque la editorial noeditorial ya ha hecho su trabajo, pues tú eres su mercado no tus imaginarios lectores.

    Desengáñate, la mitad de los españoles, y creo que también la mitad de los franceses suele escribir. Efectivamente, en este censo tan amplio se encuentran gente que está ahí, pero no sabes porque está ahí. Es un dato estadístico que no debe desalentar, porque, ¿a quién coño va a interesar las cuatro memeces que se cuentan de mala manera? Si eres de estos que creen en lo que ha hecho, que está convencido, pese al silencio de las editoriales profesionales o las respuestas de compromiso, no te desanimes. Te invito a hacer un ejercicio de autoestimulación, acude a las librerías y ojea los textos que se encuentran a la venta. Habrá alguno que te deslumbre, así quisiera escribir yo; bien, de este quiero aprender, pero si sigues mirando verás que un porcentaje muy importante no merece estar allí, que los medios, sobre todo los audiovisuales, hacen un daño terrible a la literatura, haciéndola perder credibilidad y honestidad. Que muchos de los que están allí solo tienen un apellido, o una cara famosa o que utilizan descaradamente anzuelos de rabiosa actualidad -cómo se puede escribir un libro, un buen libro con ese apremio temporal- Esta es la mejor motivación que encontrarás, si eres honesto contigo mismo, si estás convencido de que tienes un buen texto entre las manos, tu trabajo tomará nuevos bríos ante esas estanterías de las que cuelga tanta fruta con gusano. A estas alturas ya sabrás que la industria editorial es sobre todo eso, un negocio, lo pinten como lo pinten (si yo tuviera una editorial así lo haría). Las editoriales solo van a apostar por caballos ganadores, con las consabidas excepciones establecidas oportunamente como señuelos; nuevos valores, ganadores de premios literarios -que no sean el Planeta-. Estos, con todo, son a mi modo de ver, las mejores plumas del panorama editorial. Son tan pocos que hacen elogio de la irrelevancia, pero son buenos escritores porque la industria editorial ya suele promocionar sistémicamente mediocridades, tienes que ser muy, pero que muy bueno y seguramente conocer a alguien que conoce, que a su vez conoce…bueno ya sabes. Y conste que si yo tuviera una editorial haría lo mismo, y también que muy pocos, pero muy pocos editores publican algo que les gusta, y saben que no van a ganar dinero con ello y aun así lo publican.

     Hasta aquí las cosas claras, pero un día todo cambió, ese monopolio sostenido por las editoriales serias, a las que habían dado una cierta contrarréplica empresas zombis, empezó a sentirse amenazado. Apareció Amazon. Cualquiera puede vender en Amazon, hasta los escritores a los que les resulta imposible entrar en un circuito de distribución, porque ninguna editorial se decide por su texto y el autor no quiere perder ni tiempo ni dinero mendigando puntos de venta. Amazon no tiene buena fama en la industria editorial y menos en las librerías, porque ha eliminado el más importante obstáculo de aquellos que, como yo, hemos decidido autopublicarnos por libre, llegar a un mercado y tener visibilidad puenteando editoriales y librerías, eso sí siempre que tengas un buen producto. Y conste que las librerías deberían de ser declaradas comercios estratégicos, puntos de recarga intelectual tan esenciales como las gasolineras o los centros de salud, y aunque a veces echo de menos una pequeña silla en la que descansar (tome nota nuestra entrañable Espasa Calpe siempre tan cicatera en proporcionar acomodo a sus clientes. Una silla, por favor). Una librería es el sitio más maravilloso de una ciudad, el único comercio en el que podía pasarme un día entero ojeando conocimiento, fantasía, divulgación. Sigo y seguiré comprando en las librerías, pero Amazon ha llegado para quedarse, él, o cualquier otra empresa que sea capaz de proporcionar libros a demanda. Envías en PDF un texto y una portada, y excepción hecha de un escaneado inicial destinado a verificar maquetado, el texto se incorpora al fondo de millones de libros que posee. No te cuesta nada, pagas, si vendes y tú estableces el porcentaje que vas a recibir por su venta. Si no me equivoco en la distribución tradicional el editor se lleva el 30%, el librero otro 30%, del cuarenta restante no sé qué cantidad se llevará el autor, pero me temo que difícilmente llegue al 10%. Sin embargo, no todo es bueno en Amazon, ni mucho menos, ya he referido que tu texto es uno de los diez, veinte o treinta millones de textos que utilizan esta plataforma en todo el mundo. Algo descomunal, puedes llegar en teoría a todo el planeta, pero esto no es del todo cierto ¿Cómo reparan en tu libro entre ese ingente marasmo? Pues pagando. Amazon es el decimotercer sitio más visitado en la web (datos 2022). Utiliza como Google un algoritmo que es sensible a las ventas del producto, pero también a su calidad y otros factores de naturaleza reservada. Amazon es el gran ogro de las editoriales y las librerías, lo sé, y eso que creo que en origen se dedicaba a la venta de libros, es un gigante que amenaza con devorar los pequeños y entrañables nichos del saber. Ante retos de esta naturaleza ¿por qué no se empieza a competir con los grandes desde otro tipo de estrategias? Poniendo sillas, por ejemplo, pero también abriendo librerías fuera del horario tradicional del comercio ¿Quién puede acercarse a una a las cinco de la tarde en verano? Fomentando quizás un tipo de lector accionista, al estilo amigo de…, es decir, un socio que, a cambio de una cuota anual fija, pueda obtener algún tipo de contraprestación, descuentos, entradas para espectáculos. ¿Se han dado cuenta los Poderes Públicos del hechizo que causa un libro físico entre la gente menuda? (¡FÍSICO! repito). Esta generación, precisamente esta, que ha nacido con un ordenador bajo el brazo.  Quizás debamos ir hacia un nuevo tipo de librerías, una especie de superlibrería con varios libreros asociados y especializados en distinta temática, pero que efectuaran sus ventas en una misma superficie manteniendo su personalidad, esto daría otro tipo de entidad al recinto, tamaño, multiculturalidad, versatilidad. ¡Hagan algo para que no desaparezcan nuestras amadas librerías! El libro está ahí, forma parte de nuestro código genético: venerable, antiguo, sabio. Acaso incompetente en un mundo cargado de virtualidad, pero sólidamente añejo.  Ajeno, de momento, a esa infernal dinámica de la tecnología que avanza a tal rapidez que hace caducos sus hitos con sorprendente velocidad. 


J. García es colaborador ocasional de CasaMundo. 






0 Comentarios