Se dice que Don Luis de Requesens (1528-1576) fue un hombre de carácter apacible y bonachón al que Felipe II nombró Gobernador de los Países Bajos con el fin de que practicara allí el arte de la conciliación y el diálogo que su predecesor en el cargo, el Gran Duque de Alba, no había sabido poner en práctica. Llegó ya ciertamente entrado en años y achacoso. Sus males, el clima en nada le beneficiaba, llegaron a acorralarle. Precisamente en una de sus cartas (correspondencia) se queja a su hermano del deplorable estado de su dentadura, pues los dientes le cabalgaban en las encías y sobresalían de tal manera que, aun teniéndolos sujetos con hilo de oro, no encajaban los unos sobre los otros. Los había lijado, incluso había mordido con unas tenazas sus puntas, pero todo había sido en vano. Se veía obligado a comer carne picada, purés, pan y bizcochos mojados en leche. Puede decirse que de su dentadura solo se salvaban aquellas dos piezas postizas, situadas en la caverna de su boca. Don Luis de Requesens expresaba ya en su correspondencia un mal que ha acompañado a la especie humana desde que decidimos alimentar a nuestros retoños con una dieta a base de papilla[1]. Probablemente el Gobernador de los Países Bajos no sabía que aquella flojedad dental que padecía, era el resultado de una mala higiene que afectaba a todas las clases sociales, aunque seguramente solo la suya se podía permitir sustituir las piezas perdidas, bien por razones estéticas, bien por facilitar una alimentación basada principalmente en el consumo de carne, por supuesto entre la nobleza. Desde el Antiguo Egipto se ha practicado el urbanismo dental, piezas perdidas que necesitan ser sustituidas por otras de similar o parecida dureza y que necesitan ser fijadas a la boca con el fin de que resistan el trabajo de la masticación. Parece que la primera prótesis dental fue elaborada por los etruscos, utilizando a tal efecto dientes de animales para sustituir a los propios, montándolos sobre soportes de oro. Cayo Lucilio, un escritor romano del siglo II, emigrado como tantos a Grecia a fin de labrarse una cultura filosófica, utiliza la compra de dientes postizos por parte de las mujeres patricias como acicate para sus chanzas[2] . Marcial[3] también lo refiere, y conociendo las costumbres y usos de su tiempo, se supone que los romanos, caso de precisarlo, no harían reparo alguno a la extracción en vivo, es decir se los arrancaban directamente a sus esclavos, tal y como hacían con sus cabellos. La civilización maya, en torno al siglo VII de nuestra era, utilizaba en los implantes conchas marinas y hasta piedras talladas. Los japoneses, además de teñirse los dientes de negro (también se teñían los dientes en la antigua isla de Ceylán[4] ), diseñaban dentaduras de madera para aquellas pérdidas completas del cuerpo dental toscamente labradas, pero que a veces servían como nicho para encastrar dientes. Cervantes, en la Ilustre Fregona, advierte la ruina dental de uno de sus personajes femeninos, hasta el punto de que toda la dentadura del maxilar superior le es extraña, pero no precisa la forma de anclaje, aunque era cierto que estos polizones dentales en nada ayudaban a aliviar el hedor de su boca. Sabemos que el gesto circunspecto, perfil de madera, de George Washington era debido a su absoluta orfandad dental, carecía de dientes propios prácticamente desde los treinta años, y a lo largo de su vida fue preciso elaborarle al menos cuatro ingenios de esta naturaleza, ajustados de tal manera a sus encías, que difícilmente podían soportar el ejercicio continuado de la masticación requerido solo en una comida. En este caso las prótesis superior e inferior estaban unidas por resortes fabricados a partir de cuerdas de piano. María Luisa de Parma (1751-1819), esposa de Carlos IV, rey de España, debía en parte su desafortunada fisonomía al uso de dentadura postiza inadecuada.
LOS MUERTOS QUE LLEVÁBAMOS EN LA BOCA
Podíamos enfrascarnos en una enumeración sin fin de personajes desdentados, pues probablemente, y aunque se carezca de documentación adecuada, buena parte de las clases acomodadas dispuso en algún momento de piezas extrañas en su boca, teniendo en cuenta que la pérdida de los dientes frontales, incisivos y caninos, sobre todo, causaba un deplorable aspecto. La ausencia completa de la dentadura acarreaba el exilio social por el retraimiento de la mandíbula y el aviejamiento del rostro, por no mentar las insufribles limitaciones en la alimentación. Hasta el siglo XVII el acceso a las prótesis dentales era muy limitado, utilizándose por lo general dientes de origen animal, los de hipopótamos sobre todo, pero también la porcelana. Ambos se trabajaban convenientemente con el fin de adecuarlos al tamaño de la mandíbula. Los dientes se engarzaban a la dentadura aprovechando las piezas propias, donde se fijaban merced a ingeniosos anudamientos, utilizando a tal efecto hilo de oro o plata por su resistencia a la oxidación. Cuando la pérdida dental era completa, se proporcionaba una dentadura elaborada con marfil en cuya superficie se había labrado una suerte de línea dental, muchas veces de forma insatisfactoria. Es por eso que sobre esta base se empezaron a practicar incrustaciones con dientes humanos, los cuales proporcionaban un aspecto más natural. No olvidemos que la boca es un recinto de alta patogenicidad, hasta el punto de que puede afirmarse que existe un auténtico ecosistema propio de la cavidad bucal. Había un importante inconveniente, los dientes elaborados con marfil, carecían de dentina y pronto empezaban a descomponerse en el interior de la boca, lo que producía un desagradable sabor y un peor olor. Los dientes humanos eran mejores aunque también debían de ser sustituidos con el tiempo. Por ello, es del todo probable que las piezas implantadas acabaran por deteriorarse con relativa rapidez, lo que exigía la reposición de las mismas con cierta periodicidad.
Caricatura siglo XVIII. Trasplante dental. Thomas Rowlandson |
La demanda de prótesis dentales se intensificó en el tiempo, llevando un recorrido paralelo a la prosperidad de la población. Quiera que los tradicionales nichos quedaran agotados, bien porque los resultados no eran los deseados, bien porque la demanda desbordaba la oferta, empezó a prosperar un tipo de suministro dental inquietante y ciertamente repulsivo, pero que de forma discreta se había venido practicando desde hacía mucho tiempo, como he referido. Es precisamente el pintor Goya, que tanto maltrató con sus pinceles la fisonomía de María Luisa de Parma, de la que más arriba hemos hablado, quién nos regala en otra de sus pinturas la estampa truculenta de una mujer hurtando la dentadura de un ajusticiado que se balancea en la horca. Efectivamente la ciencia, y más las de la salud, tienen un lado oscuro y sórdido que las han hecho avanzar, pero a cambio de no realizar preguntas incomodas. La religión ha sido en todo tiempo y lugar un importante obstáculo ante la osadía practicada por los más arrojados científicos. Muchas veces, la clandestinidad de sus prácticas, les obligaba a pactar con los profanadores de tumbas. El mercado negro de la dentadura, llegó a involucrar a numerosos granujas volcados en el expolio de cementerios, disputando por los dientes de los ajusticiados como una manada de perros. Existía una connivencia entre estos tipos patibularios y todos los oficios implicados en esta rentable práctica: los cirujanos, los torneros, joyeros, químicos peluqueros y hasta herreros. El precio de las dentaduras servía de bálsamo apaciguador ante cualquier reparo moral.
A la caza del diente. Museo del Prado. Goya. |
El oficio de dentista, tal y como hoy lo conocemos, no existía. La práctica tenía más que ver con el espectáculo que con la clínica. En París era famoso un sacamuelas conocido como Le grand Thomas, que fiaba de la fuerza de la gravedad para sus extracciones dentales, es decir, levantaba del suelo a sus pacientes tirando de los dientes, de tal manera que el peso del cuerpo se ocupaba de arrancar la pieza de la encía. Los dientes, al igual que el cabello, fueron los primeros productos biológicos utilizados por la especie como prótesis. La odontología que no acabo de fijarse como disciplina sanitaria hasta finales del siglo XIX, no fue una excepción. Llegó a institucionalizarse la extracción inter vivos, es decir, sujetos situados en circunstancias tan apuradas que se veían obligados a vender sus dientes previo pago. No debía de ser una experiencia agradable visto que la extracción se efectuaba sin anestesia alguna, quizás la de algunas copas de alcohol, las reseñas relativas al siglo XVIII y XIX dan testimonio de intervenciones de esta naturaleza.
LOS CAMPOS DE WATERLOO
Como quiera que tradicionalmente los actos de profanación realizados sobre cadáveres han estado sujetos a severas sanciones, las fuentes de material dental quedaban claramente limitadas y eran irregulares. Sin embargo, y a principios del siglo XIX, un acontecimiento llegó a paliar la natural escasez de dentaduras. Había que viajar al corazón de Europa, cerca de Bruselas, en el pueblo de Waterloo, en cuyas proximidades se alzaría una colina rematada por la escultura de un león que sirve para conmemorar una batalla que dejaría sembrada de sangre estas tierras. Nos referimos a la batalla de Waterloo, que como bien sabemos, marcó el definitivo final de Napoleón y el declive de la hegemonía militar de Francia en el Continente en beneficio de Inglaterra. Librada en el año de 1815 entre franceses por un lado y aliados por otro, principalmente ingleses y prusianos, dejo sembrada la campiña belga con casi cincuenta mil muertos. Los cadáveres de las tropas francesas fueron los primeros en ser mancillados por la población local y un sinfín de granujas. Se las despojaría de sus ropas, sus armas, el valioso correaje, las botas de campaña, sus bienes personales. Un ejército de rastreadores de la desdicha, los cuervos de la guerra, que como infecta estela siguen a los ejércitos en sus batallas, aparecieron en el campo victimado de Waterloo. Primero tímidamente, después con la insolente seguridad de la impunidad. Merodeaban en torno a los cadáveres, ya desnudos, estudiaban su porte, la juventud; lo que en vida debió de ser un cuerpo sano y vigoroso; el estado de su dentadura. La retirada del ejército francés impidió que se ocuparan de dar digna sepultura a sus compatriotas, hurtando así los cadáveres de la profanación. Pero británicos y prusianos sufrieron la misma suerte, pero en este caso fueron sus propios compatriotas los que se lucraron de su mórbida cosecha: oficiales, suboficiales, médicos de campaña, contratistas militares...
Aquel campo de batalla en el corazón de Bélgica se convirtió en el principal proveedor de valiosos dientes humanos, destinados a cubrir las dentaduras de honorables personajes pertenecientes todos ellos a la más refinada aristocracia y la burguesía. Los dientes naturales se hervían con el fin de alejar contaminaciones indeseables. A pesar de que la rumorología popular los hacía responsables de numerosas infecciones en sus nuevos huéspedes (ver el Bello Brummell. El apogeo del dandismo), nada pudo retraer el mercado de las prótesis dentales, a la vista de la falta de alternativas, que aún tardarían en llegar. Cierto que la mayoría de la personas sabía que los dientes empleados era de origen humano, pero probablemente pocos conocieran su puntual origen, aunque de haberlo sabido, nada les hubiera retraído de su puntual consumo y uso.
[1] Peter Ungar. El mordisco de la evolución: una historia de dientes, alimentación y los orígenes del ser humano (2017). Aeon Media.
[2] De Lucilio XI 310. Epigramas burlescos
[3] Acerca del Perfume y el Olor. Jaime García. Ed autor. Ver Notas. Cap. Roma
[4] Efectivamente, y por motivos estéticos, ya que los dientes blancos eran propios de los perros (Diario Noticioso Universal 4595. Historia General de los Viages. 1773. Costumbres y usos de la isla de Ceylán. Documentos digitalizados de la BNE)