Galeones de España. Cruzar el Océano Atlántico en el siglo XVII
PARTE SEGUNDA
.............................. La cubierta inferior era un infierno. Ponía a prueba las naturalezas más duras, pues al calor, la humedad y el hacinamiento se unía la imposible convivencia con un enemigo invisible; el olor, el terrible hedor que llegaba desde las sentinas del barco. La sentina en realidad era un espacio que se llenaba de piedras con el fin de evitar que el barco se inclinara peligrosamente, pero también un depósito situado sobre la quilla donde iba a dar el agua que penetra en el barco, y que a su vez arrastra todos los residuos y deshechos del mismo, orinas y deposiciones del ganado, ratas muertas, restos de comida. Todo esto fermenta con la falta de ventilación, el calor y la humedad. Como esta es la zona mas inferior del barco, solo por encima de la quilla, debe limpiarse con frecuencia, pues hiede como el aliento del diablo y apesta toda la embarcación. Periódicamente debía ser vaciada utilizando para ello la bomba manual. Una de las peores noticias que puede recibir un marinero es la de que, por avería del mecanismo, se debe vaciar manualmente el pozo de sentinas. Si bien es cierto que el olor no mata, ellos lo tenían por homicida, pues los riesgos de perecer en aquella operación eran considerables[1].
Por eso los rostros desencajados de los pasajeros de la cubierta inferior eran bien ilustrativos de las penosas condiciones de su viaje. Por turnos, se les permitía disfrutar del aire puro, dos o tres veces al día. Muchos de ellos aprovechaban para aliviarse en cualquier lugar discreto, que no lo había, o lo empleaban en despiojarse unos a los otros. Desesperados por las picaduras de pulgas y chinches, lanzaban al agua sus camisas y otras prendas de vestir, sujetas con una cuerda, y al cabo las retiraban. Hacían caso omiso de las advertencias de los marinos, que ya habían experimentado la insufrible comezón en la piel, causada por la sal pegada a los tejidos. Aunque había varias decenas de barriles con agua dulce, esta solo se utilizaba para beber, de tal manera que había dos opciones para limpiar la ropa: o se esperaba algún benéfico chaparrón o la prenda debía aguantar sobre la piel, junto a su incómoda población, durante toda la travesía. Sea como fuere los hombres llegaban a su destino prácticamente desnudos. Yago empezó a sentir el azote del Sol en su piel, reseca e irritada por el efecto de la sal. Solo encontraba un fugaz alivio al humedecerla con agua salada, pero el efecto a la larga era peor, como intentar apagar el fuego con hierba seca. El viaje se había convertido en una sucesión de incómodas penalidades, a cual peor, y solo quedaba el consuelo de que las más severas acallaran aquellas tenidas por más leves.
El capitán resolvió sacrificar varios corderos y gallinas, aunque la sangre de estos sacrificios se precipitó sobre parte de las hamacas dispuestas en la primera cubierta. El hambre saciada causaba una algarabía festiva entre los pasajeros, cuyos estómagos aún podían disfrutar de los alimentos frescos embarcados. Poco podían imaginar que estas jornadas ya no se repetirían hasta tocar tierra. El cercano arribo a las Islas Canarias, donde se reforzaría el avituallamiento del barco, permitía este dispendio, que no a todos alcanzaba, puesto que solo la tripulación y algunos pasajeros, previo pago, podían comer carne fresca. El resto tenía acceso al agua, pero debía procurarse la alimentación hasta la inevitable dieta de los bizcochos secos que a partir de los treinta o cuarenta días de navegación se hacían obligados. Cada uno de los tripulantes disponía de un litro de vino al día aproximadamente. El vino o el mosto, solos o mezclados con agua, eran uno de los pocos alivios en las agotadoras jornadas de la marinería. Los primeros días el agua dulce se distribuyó generosamente, fue a partir de la terrible tormenta que zarandeo el buque a los 15 días de abandonar las Canarias cuando se empezó a racionar. De su distribución se ocupó el "alguacil de agua", acompañado por hombres armados. Las ordenanzas exigían que este sujeto, junto al despensero encargado del reparto de la comida, fueran de naturaleza callada y cortés, siendo de absoluta confianza del capitán. Los motines en el interior de un barco eran relativamente frecuentes, siendo el detonante principal tanto el hambre como la sed.
Las restricciones en la dieta empezaron a tomar una cierta carta de naturaleza, pero aún se hacían tolerables. La tormenta había zarandeado el barco durante cuatro horas, causando severos daños en el pañol donde se conservaba el agua potable y los alimentos en salazón. Era una muy mala noticia. No tardarían en corromperse por lo que el capitán determinó hacer uso de ellos en las siguientes jornadas, hasta que su olor se hiciera intolerable. Mas esta dieta en salmuera, si bien cubría las necesidades alimenticias, exigía incrementar la ingesta de agua que, en las siguientes jornadas, al entrar el barco en una inesperada calma, se hizo perentoria. La tormenta había causado víctimas; diez personas fueron barridas de la cubierta por las olas, pese a que se habían amarrado con sogas a los mástiles. También se perdió uno de los caballos, al desprenderse parte de los tirantes que le anclaban, quedó al pairo de su terror, emprendiendo una corta carrera suicida por la cubierta cayendo al agua para ser devorado por la mar enardecida. Las últimas gallinas vivas se ahogaron en sus jaulas y dos marineros perecieron aplastados por el corrimiento de la carga. Yago comprendió al fin el material sobre el que había construido sus temores. Los desastres que alimentaban las terribles leyendas urdidas sobre este abismo líquido, en el que como una insignificante nuez, flotaba su galeón. No daba miedo aquello que ves, sino aquello que imaginas. Por eso no puede decirse que viniera engañado, al embarcar se había encomendado a la Providencia. Hizo todo lo posible por no ahogarse, aunque las violentas sacudidas del oleaje sobre el galeón a veces le hicieran perder el sentido de la orientación. Hubo momentos en los que juraría haber confundido el cielo con la mar embravecida, tal era el parecido entre el cielo rasgado por los rayos y las aguas rotas por las olas. Cuán cierto era que en estos momentos en los que el destino no acababa de decidirse, la vida toda se nos pasa por delante: su hogar, si a aquella cochiquera en la que había nacido al sur de Granada se le podía llamar tal cosa, su madre, su padre también, el primer amor, el primer desamor, las penalidades, los amigos, quizás una vida mejor.
Albergaba la esperanza de que las violentas batidas del oleaje habrían aligerado el barco de aquella población de indeseables oportunistas: ratas, ratones, cucarachas y chinches. Mas vano ensueño el suyo, no tardaron en reemprender su saqueo, si cabe más osado y violento. Su presencia se hacía insoportable durante aquella terrible calma chicha que mantuvo tres semanas anclado el galeón, chapoteando torpemente sobre el agua, sumiendo a los pasajeros y la tripulación a una prueba de fuego que solo era acompañada por el tímido movimiento de alguna que otra ola golpeando sin fuerza el casco, animando así el crujido de las arboladuras. A veces, una sacudida de las velas llenaba de esperanza sus corazones, pero estas se armaban sin ganas y pronto el paño recuperaba su vertical e irritante inactividad. Jarcias y cuadernales se balanceaban monótonamente, un día sí y otro también.
─ !Moriremos todos¡ Un grito femenino, como el filo de un cuchillo, dejo a todos sobrecogidos. Un presagio que anticipaba un angustioso destino. Una de las hijas del Gobernador de... no pudo soportar la intensa agitación de los acontecimientos y cayó de esta manera en la desesperación. La pobre niña no sobreviviría. De hecho, todos los días se lanzaban al mar cuerpos rotos por la enfermedad, inánimes y debilitados, hasta el extremo de que la muerte les había sorprendido durante las horas de sueño. Los hules o las pieles de cabra, con los que intentaban conservar el calor, eran su mortaja. A veces ni eso. A los muertos se les retiraban hasta los calzones, apergaminados por la sal. La marinería, sobre todo si eran ex presidiarios, disponía de pocos enseres por lo que el reparto era escaso. Si el fallecido era un viajero, lo que era bastante más probable, a la vista de la dureza de los hombres del mar, sus bienes se conservaban hasta llegar a puerto. Con todo el saqueo era lo habitual, y si tenían algún valor, con mayor razón.
Yago supo ver en el rostro grave del capitán la importancia del momento, si no soplaba pronto el viento morirían de sed o de hambre, o de ambas cosas a la vez. Las consecuencias no se hicieron esperar, todo el pasaje, incluido el capitán, estaban obligados a respetar el racionamiento, tanto más cuanto que por un descuido de la tripulación las ratas habían roído la base de numerosas pipas de agua dulce, derramándose su contenido. El resto del líquido empezaba a corromperse; en el interior de algunos toneles había aparecido cadáveres de roedores, y lo que es peor; cucarachas. Pese a ciertos tópicos, el más duro enemigo en un barco lo constituye este insecto voraz. A diferencia de la rata, que se nutre, la cucaracha es un depredador total; se alimenta de todo, incluso de la madera del barco, del metal y de sus propios congéneres muertos, es como un ácido que todo lo devora. Además posee un olor desagradable que deja impregnado todo aquello que toca. Se dice que Colón, en uno de sus viajes, se vio tan apurado en sus suministros que obligó a su tripulación a comer durante la noche, de esta manera parece que los hombres se mostraban menos reacios a digerir alimentos en deplorable estado.
Si bien las galletas empezaban a apuntar en el paladar un cierto sabor a moho, Yago sabía que este no era el principal problema. La falta de agua era más inmediata y perentoria. La ración diaria se iba reduciendo, porque el alguacil de agua, encargado de repartir el líquido dos veces al día, utilizaba cada vez un recipiente más pequeño en sus raciones; el líquido menguaba, pero la dotación de marinería armada que lo acompañaba se iba doblando por momentos. Una cosa acarreaba la otra. Los episodios de indisciplina en el reparto se cortaban de inmediato. Un motín era un episodio violento incontrolable, abocado a la ejecución de la oficialidad del buque, porque los insumisos sabían que serían ejecutados de inmediato de no hacerlo. Además, muchos de los galeones alistaban a presidiarios, maleantes, fugitivos de la justicia y hasta esclavos. Los presidiarios, que firmaban por un número de travesías, veían compensadas así sus penas, que no eran menores, pero llegaban engañados al mar. Creían que no había castigo mayor que su reclusión. Estaban confundidos. El mar lo era, entre otras cosas porque se trataba de una reclusión en libertad: sin barrote alguno. Los trabajos a ellos reservados eran los más penosos; la limpieza de las sentinas, el trabajo de la arboladura. En episodios de calma, como el que nos ocupa, debían baldear constantemente la cubierta; la ausencia de viento y el calor, resecaban las maderas del puente. La cubierta era constantemente castigada por los elementos, pero la falta de humedad la abría. Los motines solían empezar por alborotos menores a los que no se había sabido parar a tiempo: discusiones, agresiones menores, peleas, amenazas, miradas que matarían de no ser eso... miradas. Toda la oficialidad lo sabía. El capitán del buque podía tener muchos defectos, estar corrompido hasta la médula; mercancía de contrabando, pasaje embarcado como polizones, sobornos, pero ejercía el principio de autoridad de forma terminante. Cualquier protesta era cortada de raíz y el alborotador principal recluido en total obscuridad en el interior del buque, cerca de la sentina, durante un día seguido. Veinticuatro horas respirando el aliento húmedo y ponzoñoso del corazón del galeón amansaban los corazones más violentos e indisciplinados.
Hasta que se agotaron las reservas de vino, este se solía añadir al agua para adecentar su sabor a cloaca, de hecho el vino se utilizaba frecuentemente para aliviar la sed, pero era un suplemento peligroso, enardecía a los hombres, les hacía perder el miedo al castigo y su ingesta, de común, estaba controlada. El capítulo del reparto de agua tuvo visos de resignada compostura, pero una vez acabado el vino se hubo de recurrir al vinagre, utilizado a veces para limpiar la cubierta, y en los barcos de guerra, empleado para refrigerar las piezas de artillería tras su uso. El paladar era más grosero pero el vinagre era capaz de aliviar mejor la sed. Cierto día se anunció que el reparto de agua quedaba reducido a la mitad, que no había mas vinagre y que la distribución se efectuaría a media noche. Prácticamente había que tantear el vaso. El capitán resolvió emplear el recurso de Colón y decidió apagar la sed de su tripulación con un líquido baboso resultado de la descomposición de miles de cucarachas caídas al interior de las pipas de agua. Esta repugnante colación a la que se llamaba agua mareada, fue la ración de agua durante diez días hasta que cierta jornada, precisamente durante el reparto del líquido, Yago notó como una pequeña gota de agua le golpeaba la frente y después otra la mejilla. La tripulación toda, como movida por un resorte, miró al cielo, incrédula al principio, pero tornando pronto el silencio en gritos de júbilo: la Providencia se había acordado de ellos: estaba lloviendo. Al principio eran gotas pequeñas, como la punta de un alfiler, casi habían olvidado el refrescante tacto del agua pura, pero solo eran unas gotas, no aguantarían otra jornada más sin agua. De pronto, como si sus ruegos hubieran sido escuchados, el cielo todo se abrió y la lluvia empezó a golpear torrencialmente al sufriente galeón. Al principio todos quedaron paralizados, deleitándose con aquella deliciosa afusión, perplejos, hasta que la fuerza de la realidad les devolvió a su precariedad. No había tiempo que perder, se desmontaron rápidamente las lonas que cubrían tanto la tolda como la toldilla, formando con ellas sendas bolsas con el fin de represar allí el agua dulce. Sacaron de las bodegas todas las pipas vacías, y con ayuda de los calderos y otros recipientes las rellenaron del preciado líquido. Fue entonces cuando descubriendo la causa del extraño sabor del agua, que era debido a los centenares de cucarachas que tapizaban el fondo de los toneles. Afortunadamente el activo gozo que todos experimentaba por aquel milagroso chaparrón consiguió apagar los brotes de repugnancia.
Fue una noche fatigosa y mágica, por eso todos la dieron por bien empleada. La lluvia había traído el viento y las velas empezaron a tomar cuerpo. Ya de madrugada, cuando Yago despertó, sintió el frío del amanecer y por primera vez desde hacía mucho tiempo abrigó sólidas esperanzas de concluir con bien aquella travesía. No fue sin embargo el último episodio desagradable, pues dos jóvenes polizones fueron sorprendidos en pecado nefando, lo que acarreó el severo castigo de su ejecución, siendo colgados de uno de los palos que vestía el galeón y allí permanecieron balanceándose 24 horas para escarmiento de toda la tripulación. La sodomía, era de todos los delitos, el más despreciado por aquellos hombres tanto tiempo privados de compañía femenina. Un pecado que a fuer de despreciarse acompañaba discretamente la realidad de cualquier travesía y cualquier buque, alimentando con silencios incómodos el diario de la tripulación. Por lo demás la abundancia de agua dulce hizo que las privaciones alimenticias fueran más llevaderas, pese a que las galletas estaban húmedas, albergando en su interior desconocidas larvas. A veces los tripulantes pescaban algún que otro pez con el que aliviaban su modesta y monótona dieta en la cocina del buque, que solo se encendía una vez al día, cuando el mar estaba más calmo, y que se hallaba dispuesta en la cubierta a fin de prevenir incendios. La inquietante presencia de escualos siguiendo el buque, traía a los más experimentados marineros los peores miedos, siendo testigos y supervivientes de espantosos naufragios en los que la mitad de la tripulación y pasajeros, habían sido devorados por aquellos odiosos monstruos. Afortunadamente los únicos mordiscos que habían sufrido los navegantes eran debidos a las hambrientas ratas. Tanto se habían reproducido en el interior de las bodegas que a falta de alimento se devoraban unas a otras, atacando al pasaje durante las horas de sueño y haciendo de las orejas su manjar mas apetecido. Roían hasta la madera del barco de forma que causaron sendos estropicios por debajo de la línea de flotación del buque. Fue esto y no otra cosa, lo que determinó al capitán a establecer contra ellas una campaña de exterminio, ocupándose parte de la tripulación en este menester, lanzándolas aún vivas por la borda, lo que contribuyó a acercar al barco a numerosos tiburones atraídos por el desesperado movimiento de los roedores en su denuedo por no ahogarse. Las refriegas fueron numerosas sobre el puente y sobre todo en las bodegas, lo que de alguna manera sirvió para entretener a la tripulación, y sobre todo, a los pasajeros atormentados por la agresiva rapacidad de aquellos animales. Solo en aquel momento empezó a significarse por su capacidad de liderazgo el capellán del barco que, afectado por disentería, había permanecido convaleciente en su camarote de popa durante buena parte del viaje. Nadie se explicaba cómo había podido sobrevivir, aunque su enfermedad se hubiera llevado al menos veinte kilos de su generoso corpachón. Cierto que aquellas operaciones de exterminio redujeron la población de ratas en el barco, pero nada se pudo hacer contra las cucarachas, los piojos y las liendres, las cuales, por cierto, habían empujado a parte del pasaje a aligerar el vello de sus axilas y su entrepierna por el rápido procedimiento de darle fuego al cabello, chamuscándolo.
Fue entonces cuando Yago se dio cuenta de que apenas le quedaba la suela de sus zapatos y que el resto había desaparecido. No tardaron en avistar tierra, de forma que la navegación hasta Buenos Aires se hizo costeando. Había perdido todos sus enseres, pero al menos le quedaba una camisa, unos calzones y una cuerda con la que fijar las suelas a sus pies. Suficiente indumentaria para empezar una nueva vida.
Yago vivió cuarenta años más, tuvo doce hijos, más o menos, y murió en su cama, rodeado de sus seres queridos. Fue un buen hombre, nunca golpeó a su esposa a la que permaneció fiel, más o menos. Jamás olvidó aquella travesía.
[1] efectivamente el olor no mata, pero si previene de zonas contaminadas por gases nocivos, en este caso se trataría del ácido sulfhídrico
Revisión Ortotipo 10/07/2021
- Galeones. Historia de un viaje en el siglo XVII Parte Primera
- Galeones de España. Cruzar el Océano Atlántico en el siglo XVII. Parte Segunda y última