España. Historia del Perfume. Apuntes.
El perfume siempre ha sido testigo, y no precisamente mudo, de los grandes momentos de la Humanidad. En la Edad Media, como otros bienes muebles, servía para aliviar en parte un tiempo cruel y arbitrario, en el que los hombres parecían soportar la Historia como un peso; inermes, sin alivio alguno a sus muchos pesares.
La Historia del Perfume, y por no decir la de su hermana mayor; la cosmética, está aún por escribir en nuestro país. La documentación es escasa, cabos sueltos aquí y allá. Es necesario filtrar una gran cantidad de información para obtener ralos resultados, pero sobre todo hay que saber buscar. Si este empeño se orienta hacia un periodo tan fuertemente manido en acontecimientos «tipo» como es la Edad Media peninsular, el anhelo es doblemente dificultoso, porque a la limitación de las fuentes se une el discurso oficial, que raramente se desvía de los tópicos al uso: Reconquista, Reinos Cristianos, Reinos de Taifas, cronología de los Reyes y cosas por el estilo.
Este páramo testimonial, la cicatería de las fuentes, la endiablada lexicografía, o la mera displicencia hacia lo que se consideran evidencias menores de la Historia, pueden llevarnos a considerar que el conocimiento en torno al perfume debe, por lo que respecta a la Edad Media española, sufrir una elusión; como si no hubiera existido. Pero esto no es así. Hemos encontrado un mecanismo capaz de reconstruir una parte del pasado a partir de la «deducción contextual» que, grosso modo, pasa por exprimir los datos que verazmente poseemos, para deducir de estos, escenarios no previstos en el guion original.
Claudio Sánchez Albornoz, notable medievalista, intentó una aproximación al cifrado de la vida cotidiana en una ciudad del año 1000, probablemente se estaba refiriendo a León. Este hombre manejaba una descomunal cantidad de legajos, incunables y fuentes, además de escritos originales. Se extendió con sabiduría y paciencia, sobre los abundantes útiles y artefactos que acompañaron la vivencia de un sujeto del año 1000. En realidad Albornoz pertenecía a una generación de historiadores volcados en disputas metafísicas sobre la «esencia o el ser de España», y para los que la vida material era una mera acumulación de objetos que en nada se relacionaban con las personas, carecían de importancia o era difícilmente visibilizables. Vivía un paradigma cultural en el que no había lugar para encajar sustancias que recrearan el olfato; no merecían ser historiadas. Y eso que este aspecto hedónico de la realidad estaba frente a él: menciona Albornoz los numerosos especieros que adornaban las mesas de los ricos hombres de la ciudad, pero vincula su presencia solamente con los usos culinarios de la época.
A poco que hubiera sido sensible a la actividad comercial y suntuaria de la época, habría reparado en el importante compromiso aromático de «las especias» que adornaban aquella mesa: canela, azafrán, acaso clavo. Productos exóticos destinados a adecentar la aburrida dieta de las clases pudientes, saborizantes, pero sobre todo, bienes olorosos. En sentido estricto no existe el sabor a canela, existe el olor a canela, y ese olor es el que acompaña la ingestión de una vianda de origen oriental y que recibe tal nombre. La canela, junto a otros «simples», posee también una utilidad fragante, era un implemento básico para cualquier ungüento aromatizado destinado a sofocar los descuidados olores corporales, y seguramente se utilizaba en la ciudad de León, aunque no haya testimonio de esto que refiero. Con este mismo espíritu abordamos y nos replanteamos el episodio, casi arqueológico, de Santa María del Naranco en el lejano 842, que parece destinada, pese a la ornamentación religiosa de su título, a una suerte de explotación lúdico cosmética de la monarquía astur-leonesa, tenida como heredera del reino visigodo y sin el menor compromiso religioso en su planteamiento, de hecho fue una extensión del complejo palacial de Ramiro I (790-850). Nos inclinamos por esta perspectiva a la vista de lo que parece un baño o caldarium situado en la planta inferior del edificio. Esto daría pábulo a la consolidación rutinaria de una cultura hedonista, capaz de sobrevivir a los rigores teológicos del cristianismo medieval más montaraz, y ya apuntando a un modesto pulso en la cultura urbana. Otro autor, Menéndez Pidal, entre el colosalismo de su Historia de España[1], también deja penetrar algún que otro hilo de vivencia íntima en su crónica de los siglos XI y XII, cual es su aproximación a las escuetamente confortables residencias de la nobleza; atemperada la fría superficie de sus losas por pequeños escabeles sobre los que reposar los pies, evitando así el frío invernal, pero también cubiertas por flores y plantas fragantes en primavera y verano.
Con todo, no sabemos casi nada de cómo olía la Edad Media más allá de los consabidos tópicos. En realidad nunca lo sabremos porque, aunque formalmente pudiéramos recrear una presentación aromática del pasado, la percepción no sería la misma. El olor tiene una peculiar querencia por embeberse de todo lo que le rodea: la luz, la calidad del aire, el tipo de planta utilizado como materia prima, la piel sobre la que se impregna. No existen casi olores simples en la Naturaleza, todos son mezcla. Mas dicho esto, sí que podemos rastrear sus ocurrencias, completando poco a poco un paisaje desdibujado. Por eso retornamos a León. Aquí nos aguarda otra provechosa e ilustrativa pieza; se encuentra en su Catedral, es un manuscrito litúrgico del siglo X, ilustrado en el folio 271v. Se trata de una composición con tres personajes que nos brinda un nuevo indicio; esta vez atañe al envase en el que se solían conservar los productos aromáticos. En este caso se trata del «óleo sagrado»; observad el cuerno litúrgico empleado por la autoridad eclesial para ungir a un desconocido monarca. Pese a la sencillez, casi infantil, de la ilustración no hay simbolismo alguno, es totalmente realista y el pintor refiere lo que ve: «un cuerno». ¿Qué sentido tiene esto? Pues bien, a falta de un recipiente más adecuado los cuernos eran uno de los útiles dispuestos para la conservación y el transporte de los valiosos aceites esenciales, aprovechando la impermeabilidad que le proporcionaba la queratina de su estructura. En realidad «el cuerno» fue el envase ideal para un producto aromático de origen animal llamado «algalia», de origen árabe, que fue muy reputado hasta el siglo XVI y principios del XVII, tanto en la corte española como en el resto de Europa[2]. Así pues, como decía, vestigios de esta naturaleza adecuadamente contextualizados, permiten colegir la existencia de una técnica, si bien minoritaria, destinada a satisfacer las placientes inclinaciones aromáticas de los poderosos, apuntando también a un plausible comercio de exótica con el sur Peninsular.
La Historia del Perfume, y por no decir la de su hermana mayor; la cosmética, está aún por escribir en nuestro país. La documentación es escasa, cabos sueltos aquí y allá. Es necesario filtrar una gran cantidad de información para obtener ralos resultados, pero sobre todo hay que saber buscar. Si este empeño se orienta hacia un periodo tan fuertemente manido en acontecimientos «tipo» como es la Edad Media peninsular, el anhelo es doblemente dificultoso, porque a la limitación de las fuentes se une el discurso oficial, que raramente se desvía de los tópicos al uso: Reconquista, Reinos Cristianos, Reinos de Taifas, cronología de los Reyes y cosas por el estilo.
Este páramo testimonial, la cicatería de las fuentes, la endiablada lexicografía, o la mera displicencia hacia lo que se consideran evidencias menores de la Historia, pueden llevarnos a considerar que el conocimiento en torno al perfume debe, por lo que respecta a la Edad Media española, sufrir una elusión; como si no hubiera existido. Pero esto no es así. Hemos encontrado un mecanismo capaz de reconstruir una parte del pasado a partir de la «deducción contextual» que, grosso modo, pasa por exprimir los datos que verazmente poseemos, para deducir de estos, escenarios no previstos en el guion original.
Claudio Sánchez Albornoz, notable medievalista, intentó una aproximación al cifrado de la vida cotidiana en una ciudad del año 1000, probablemente se estaba refiriendo a León. Este hombre manejaba una descomunal cantidad de legajos, incunables y fuentes, además de escritos originales. Se extendió con sabiduría y paciencia, sobre los abundantes útiles y artefactos que acompañaron la vivencia de un sujeto del año 1000. En realidad Albornoz pertenecía a una generación de historiadores volcados en disputas metafísicas sobre la «esencia o el ser de España», y para los que la vida material era una mera acumulación de objetos que en nada se relacionaban con las personas, carecían de importancia o era difícilmente visibilizables. Vivía un paradigma cultural en el que no había lugar para encajar sustancias que recrearan el olfato; no merecían ser historiadas. Y eso que este aspecto hedónico de la realidad estaba frente a él: menciona Albornoz los numerosos especieros que adornaban las mesas de los ricos hombres de la ciudad, pero vincula su presencia solamente con los usos culinarios de la época.
Antiforario de la Catedral de León |
A poco que hubiera sido sensible a la actividad comercial y suntuaria de la época, habría reparado en el importante compromiso aromático de «las especias» que adornaban aquella mesa: canela, azafrán, acaso clavo. Productos exóticos destinados a adecentar la aburrida dieta de las clases pudientes, saborizantes, pero sobre todo, bienes olorosos. En sentido estricto no existe el sabor a canela, existe el olor a canela, y ese olor es el que acompaña la ingestión de una vianda de origen oriental y que recibe tal nombre. La canela, junto a otros «simples», posee también una utilidad fragante, era un implemento básico para cualquier ungüento aromatizado destinado a sofocar los descuidados olores corporales, y seguramente se utilizaba en la ciudad de León, aunque no haya testimonio de esto que refiero. Con este mismo espíritu abordamos y nos replanteamos el episodio, casi arqueológico, de Santa María del Naranco en el lejano 842, que parece destinada, pese a la ornamentación religiosa de su título, a una suerte de explotación lúdico cosmética de la monarquía astur-leonesa, tenida como heredera del reino visigodo y sin el menor compromiso religioso en su planteamiento, de hecho fue una extensión del complejo palacial de Ramiro I (790-850). Nos inclinamos por esta perspectiva a la vista de lo que parece un baño o caldarium situado en la planta inferior del edificio. Esto daría pábulo a la consolidación rutinaria de una cultura hedonista, capaz de sobrevivir a los rigores teológicos del cristianismo medieval más montaraz, y ya apuntando a un modesto pulso en la cultura urbana. Otro autor, Menéndez Pidal, entre el colosalismo de su Historia de España[1], también deja penetrar algún que otro hilo de vivencia íntima en su crónica de los siglos XI y XII, cual es su aproximación a las escuetamente confortables residencias de la nobleza; atemperada la fría superficie de sus losas por pequeños escabeles sobre los que reposar los pies, evitando así el frío invernal, pero también cubiertas por flores y plantas fragantes en primavera y verano.
Con todo, no sabemos casi nada de cómo olía la Edad Media más allá de los consabidos tópicos. En realidad nunca lo sabremos porque, aunque formalmente pudiéramos recrear una presentación aromática del pasado, la percepción no sería la misma. El olor tiene una peculiar querencia por embeberse de todo lo que le rodea: la luz, la calidad del aire, el tipo de planta utilizado como materia prima, la piel sobre la que se impregna. No existen casi olores simples en la Naturaleza, todos son mezcla. Mas dicho esto, sí que podemos rastrear sus ocurrencias, completando poco a poco un paisaje desdibujado. Por eso retornamos a León. Aquí nos aguarda otra provechosa e ilustrativa pieza; se encuentra en su Catedral, es un manuscrito litúrgico del siglo X, ilustrado en el folio 271v. Se trata de una composición con tres personajes que nos brinda un nuevo indicio; esta vez atañe al envase en el que se solían conservar los productos aromáticos. En este caso se trata del «óleo sagrado»; observad el cuerno litúrgico empleado por la autoridad eclesial para ungir a un desconocido monarca. Pese a la sencillez, casi infantil, de la ilustración no hay simbolismo alguno, es totalmente realista y el pintor refiere lo que ve: «un cuerno». ¿Qué sentido tiene esto? Pues bien, a falta de un recipiente más adecuado los cuernos eran uno de los útiles dispuestos para la conservación y el transporte de los valiosos aceites esenciales, aprovechando la impermeabilidad que le proporcionaba la queratina de su estructura. En realidad «el cuerno» fue el envase ideal para un producto aromático de origen animal llamado «algalia», de origen árabe, que fue muy reputado hasta el siglo XVI y principios del XVII, tanto en la corte española como en el resto de Europa[2]. Así pues, como decía, vestigios de esta naturaleza adecuadamente contextualizados, permiten colegir la existencia de una técnica, si bien minoritaria, destinada a satisfacer las placientes inclinaciones aromáticas de los poderosos, apuntando también a un plausible comercio de exótica con el sur Peninsular.
Cabe decir que, incluso la extrema pobreza, o la mera subsistencia de la mayoría de la población sometida a un permanente precario existencial, permitía a los más modestos personajes conservar espacios para la recreación olfativa. La magnitud de la penuria en la que las gentes del común vivían, queda bien reflejada en la crónica de un viajero medieval, Aymeric Picaud; observa este que los habitantes de los valles vizcaínos y alaveses carecen de cualquier ropa interior pues, acuclillados para calentarse enseñaban sus partes íntimas, fueran hombres o mujeres; comiendo todos del mismo plato y bebiendo de la misma jarra. Sanchez Albornoz refiere que hasta las mismas puertas de las casas podían ser embargadas y retiradas del marco por deudas. La arbitrariedad de los poderosos, el hambre y la enfermedad añadían un plus de fatalidad. Piénsese que un hecho tan corriente como la perdida de la dentadura abocaba a las personas a triturarse la comida si no querían perecer. La vida era terrible, las condiciones que se procuraban entre sí los hombres no enmendaban en nada la dureza del medio. A las enfermedades se unía la constante amenaza de los lobos, los accidentes que dejaban incapacitado. El hambre era la condición natural de cualquier siervo, atormentado de común por los rugidos de su estómago. La pérdida de los seres queridos procuraba una dureza de ánimo rayana en el desapego; la crueldad y la indiferencia entre todos y hacia todo. Se destacaba el pavoroso miedo a la muerte tras una vida cumplida de excesos que eran, paradójicamente, el único medio de sobrellevarla sin perder la cabeza. Las mujeres morían antes que los hombres, sometidas a un plus de riesgo que llegaba de la mano de sus numerosos embarazos y partos, hasta el punto de que la viudedad masculina era frecuente, si bien, por escaso tiempo, toda vez que volvía a matrimoniar o emparejar. Los huérfanos podían ser o no aceptados por la nueva pareja, por lo general el padre solía desatenderse de su prole cuyo destino quedaba al albur de la recién llegada. En el mejor de los casos su existencia no debía interferir en el bienestar de los niños que estaban por llegar como resultado del nuevo matrimonio. La mortalidad infantil no se explica solo por la virulencia de las enfermedades sino que compete también al instinto de supervivencia de sus progenitores, incapaces, las más de las veces, de procurar sustento a sus necesidades más básicas. Llegado el caso, los hijos se vendían, se infantizaban, se les dejaba perecer inánimes. El sistema era cruel, las penas extremas y los hombres apalizaban a sus mujeres y a sus hijos después de haber sido apalizados ellos mismos por el señor feudal. Con veinticinco años se era viejo.
Nada nos impide curiosear en la vida de cualquier personaje,. En realidad esto es lo que les saca del anonimato de las masas, ofreciéndonos la posibilidad de empatizar con ellos. Me permito acudir a una de esas personas que nunca aparece en los libros de Historia, soporta la Historia, es protagonista de la Historia, pero la Historia le niega un nombre. Tomemos al azar cualquier mujer.....Esta misma. Se llama María. Tiene veinte años pertenece a una clase que fluctúa entre la indigencia y el relativo bienestar que le proporciona una vaca y un pequeño terreno. Cualquier mal año la convierte en pobre de solemnidad. Entre tanto, puede, llegado el caso, acompañar la alimentación de sus cuatro hijos con la leche de la vaca. Esta vale tanto como cualquiera de sus retoños, por eso la vaca se encierra por la noche con el resto de la familia dentro del chamizo que les sirve de vivienda, separada solo por una cuerda de esparto para impedir que el animal les pisotee durante el descanso ....................
[1] Como es bien sabido se trata de una obra de 60 volúmenes.
[2] En realidad el "cuerno de algalia" se convirtió en una unidad de medida.
Nota: El texto pertenece al libro «Sobre el Perfume y el Olor», cuya primera parte se encuentra disponible en Amazon. Capítulo «El Perfume en España». Está sujeto a las limitaciones de la Ley de la Propiedad Intelectual.
Revisado: 04/07/2021
Nota: El texto pertenece al libro «Sobre el Perfume y el Olor», cuya primera parte se encuentra disponible en Amazon. Capítulo «El Perfume en España». Está sujeto a las limitaciones de la Ley de la Propiedad Intelectual.
Revisado: 04/07/2021
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