Religiosidad y cosmética en el Cristianismo Primitivo (Parte II y última)



SANTOS, EREMITAS y PENITENTES. HIGIENE EN LA IGLESIA PRIMITIVA[a]


 El desapego absoluto a la carne inducía la  práctica de expiaciones mortificadoras  como aquellas destinadas a la inmovilidad absoluta, conocida como statio.  Los estacionarios, permanecían de forma indefinida en posición erguida sin que en ningún momento sus pies dejaran de tener contacto con el suelo. Esto les obligaba a amarrase a una viga, o a suspenderse con cuerdas del techo para evitar que el sueño interrumpiera su sacrificio. Los dendritas conocidos por vivir en las ramas de los arboles, San Antonio de Padua [1195-1231] se inspiró en este tipo de retiro para solicitar en los últimos años de su vida que le le habilitasen una celda sobre un robusto nogal. En los alrededores de Constantinopla se establecieron los que nunca duermen, en este caso se trataba de comunidades de monjes que siguiendo al pie de la letra las palabras de Cristo[6] «orar y no desfallecer» practicaban la perpetua alabanza o laus perennis durante todas las horas del día y todos los días del año, turnándose entre ellos. Otra suerte de anacoretismo que bordeaba lo excéntrico lo ejercían los conocidos como dementes, haciéndose pasar por tales asumían conductas propias de endeblez intelectual cuando no deliberado desplante social. Y aunque los exegetas se ocupen de poner en sordina este aspecto, no es inverosímil suponer que a veces la acrítica recepción de las nuevas enseñanzas religiosas ofrecieran una oportunidad de medro a toda una escarcha de pícaros, mendigos profesionales e impostores

San Clemente de Alejandría, junto con Orígenes uno de los mas brillantes pensadores del cristianismo primitivo
San Clemente de Alejandría, junto con Orígenes uno de los mas brillantes pensadores del cristianismo primitivo


     Cabe suponer que este desdeñoso desprecio por el mundo[7] cristaliza en una susceptible desconsideración hacia cualquier atalaje suntuario o cosmético. Por lo que hemos mentado los primeros eremitas de la fe hacían mas bien ostentación de desaseo y abandono como apunte inequívoco de su alto compromiso espiritual, incluso, como valor añadido a su ya imposible higiene. De hecho, podían pasarse toda la vida sin lavarse, como San Arsenio, que vivía rodeado de hedor con el fin de que la pestilencia le recordara insistentemente el olor del Infierno, lo que le ayuda a perseverar ante todas las dificultades para salvar su alma. También Lactancio, otro curioso eremita, veía el mal incluso tras el aroma de una flor. Y el ardiente Juan Crisóstomo también consideraba peligroso el perfume, por sus efectos gratos al cuerpo. San Clemente de Alejandría un hombre nacido a finales del siglo II de nuestra era, censor, con todo morigerado, de los  excesos de su ciudad, Alejandría, tuvo buen cuidado de orillar en su desaprobación el saludable ejercicio del baño, mas de mil años de reconfortantes abluciones disuadieron su censura y le llevaron a estimar el eficaz empleo del agua para eliminar del cuerpo «todos los  humores superfluos para los órganos de la piel» No en balde Cristo ya había manifestado sus preferencias por cierta higiene que pasaba por una indumentaria decente parecida a la blancura inmaculada del lino, soslayando harapos y  suciedad del equipaje de los dichosos y venerables[8]San Efraín, padre de La Iglesia Siria [306-373], y conocido ya en su época como el místico dejó señalado en su testamento que no quería que perfume alguno fuera derramado sobre su ataúd, pues se conformaba con los aromas propios del santuario en el que su cuerpo descansaría eternamente. Al parecer San Efraín reconcilio a los creyentes con el uso litúrgico del incienso, a la vista de los abundantes reparos que los cristianos primitivos tenían hacía esta resina a la que consideraban contaminada por tradiciones paganas[9]. La exaltación religiosa añadida a la realidad imponían a  Efraín la  certeza de que no necesitaba añadir fragancia alguna a aquel aroma a Paraíso que impregnaría su alma una vez resucitada purgando así la mancha hedionda de Adán [10] . 

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     La familiaridad con los olores pútridos y agresivos constituirían un capítulo mas de la expiación, y en ningún caso, una extensión indeseable manifestación esta ultima de algún déficit natural o tara en el decoro de los anacoretas[11]. Una muestra muy tajante de esto lo proporciona San Arsenio preceptor de los hijos del Emperador Teodosio; Arcadio y Honorio, respectivamente, y por lo tanto, suficientemente baqueteado  en la cancillería palaciega. El Santo se mortificaba con el olor del agua pútrida que utilizaba para suavizar la prestancia de las hojas de palma, material con el que fabricaba cestas, por lo que sería imputado de cierto descuido en sus labores al no ocuparse por mantener fresco el liquido. El Santo se ocupó de esquivar este desaliño en su esmero haciendo ver que en su vida pasada había quedado tan saturado de buenos perfumes que para compensar aquel efecto recibía con agrado la execrable compañía de la pestilencia[12]



Revisado 11/03/2023
Revisado 30/09/2024
[a] Texto tomado del libro «La Historia social del Perfume y la Cosmética» de próxima publicación