La Iglesia Primitiva. Vida de Santos. Eremitas, santones, ermitaños y estilitas. Aseo, cosmética y fe (Parte Primera)



Higiene y santidad. Eremitas y santones


La exaltada vivencia de la fe de los cristianos primitivos disculparía el extremo desaseo de sus hombres santos encajando el hedor de su sacrificio con las fragantes bienaventuranzas de su ascesis. ¿Cómo practicaría su higiene San Simeón a lo largo de cuarenta años instalado sobre una columna de quince metros? ¿Se detiene la crónica hagiográfica del eremitismo en los pormenores de las obligaciones biológicas? ¿Implicaba la fe aquel clamoroso deterioro de las pieles sometidas a privaciones innumerables? Veamos.

     Si la tradición clásica ofrecía la grosera e impúdica abundancia en los banquetes de los gentiles, la renuncia extrema a los placeres físicos llevaba a los primeros anacoretas a festines tan parcos como el referido por Juan Cassiano [ca 360-ca 434] que paso unos siete años en el desierto de Egipto, y que estaba compuesto para compartir con otros monjes penitentes por medio kilo escaso de pan, cinco garbanzos un poco de aceite, higos y pasas. Tratándose en este caso de una colación excepcional se hace difícil imaginar el contenido del sustento alimenticio diario que estaba al alcance de los eremitas. La frugalidad de Elpidio de Capadocia, nos dice desde el lejano siglo IV que se le conocía, por lo concienzudo de su ayuno, como el hombre incapaz de proyectar sombra alguna. 


Las tentaciones de San Simeon. Fotograma de Simón del desierto, dirigida por Luis Buñuel

     Simeon el estilita, conocido también por el sobrenombre de el viejo con el fin de diferenciarlo de al menos dos prosélitos que le sucedieron en el tiempo, es uno de los exponentes mas truculentos de la herencia gnóstica que veía en la imperfectibilidad de la materia, incluido el cuerpo humano y considerando este como el primer principio de corrupción, la principal causa de impureza. La carne era el instrumento del que se servían las fuerzas del mal para privar al hombre de la salvación eterna. El cuerpo es mi enemgio y como consecuencia de esto lo mortifico prescindiendo de todas aquellos atavíos y accesorios destinados a una remuneración amigable del mismo. Como corolario de esto encontramos la santidad de Simeón, en la practica el inventor del cilicio, una soga en su caso amarrada fuertemente al abdomen y que le causo tales ulceras que solo el olor por el  que suspiraban sus heridas y la presencia de gusanos en su cama hizo incomodar a sus compañeros de cenobio, incapaces de concentrarse en sus rezos por el fuerte hedor que le acompañaba. La extrema ascesis del Santo obligaría al abad a expulsarlo del cenobio pero este decidido  a ganarse el cielo por sus renuncias en la tierra, se retiró al desierto en una cueva a la que se amarró con una cadena para que el peso de la soledad no le hiciera renunciar a su retiro en un momento de debilidad. Paso también por un episodio de statio, es decir la absoluta inmovilidad llegando a dormir recostado sobre un tablón. Hasta que por fin perseguido por su propia fama de santón decidió pasar el resto de sus días encaramado en una columna de 15 metros[1] en las que a veces, y con excepción de las mujeres, solía recibir a alguno de sus numerosos discípulos soportando el inclemente Sol, rehusando incluso la instalación de un entoldado, por lo que la lluvia, el frió y el viento fueron sus permanentes asociados. Recibió incluso la visita de Satanás que por lo visto le ocasiono un episodio de gangrena. Es este otro momento fétido del Santo, que hasta entonces parecía regalar a lo suyos episodios olfativamente desagradables, en este caso tardo en curar varios meses e incluso aquellos que le servían debieron sahumar con materia de cedro los pies de la columna viéndose obligados a de obstruirse los orificios de la nariz con material aromático[2] con el fin de acercarse a él sin sucumbir a la espantosa prueba fragante de una necrosis. Debemos esperar a los últimos días de este santo que haría arrodillarse al propio Emperador Teodosio para que fuera obsequiado con sucesivas oleadas de viento a cual mas fragante, preludio este de su final. Perfumes de particularidades tan excepcionales que solo a él le fueron brindados puesto que solo era perceptible en la parte superior de la columna en la que había pasado cuarenta años de su vida[3].

     La extrema espiritualidad de San Simeón no fue estéril, Muchos penitentes y ascetas[4] pasaron parte de su vida sobre una pilastra. Teodoreto[5] no vacilaba al afirmar que eran tan numerosos que emergían como flores en Primavera. Las condiciones en las que prosperaron estos penitentes, llevando su cuerpo hasta limites difícilmente inimaginables fueron difíciles; alimentándose una vez por semana, castigando sus entrañas con el horrible ardor de la sed, soportando los rigores de espacios climáticos  hostiles, sobre todo en los desiertos de Egipto y Siria. Su condición física resultado de las privaciones alimenticias les llevaba a un estado de extrema extenuación que bien pudiera explicar su inhibición sexual o el control del dolor. La aflicción de San Jeronimo quedaba de manifiesto al mostrar su piel negra “como la de un etíope” y su añoranza por un vaso de agua fría pero también, y sobre todo, a su lucha contra los pensamientos impuros. 

Continuara....
    



NB: se han retirado las notas al pie por decisión del autor. No obstante se conservan los enlaces a título informativo