El tocador de una matrona romana
Hace ya un tiempo, y preparando una entrada -que aún no hemos
concluido por cierto- sobre el mundo de los bolsos y su historia, nos dimos
cuenta de que pese a la extrema sofisticación de la civilización romana sus más
notables damas no ofrecían testimonio alguna de sus bolsos, ni monedero, ni
artilugio alguno que pudiera considerarse como tal ¿Qué significaba esto? ¿Acaso Roma ignoraba la
existencia de los bolsos? ¿Cómo era posible que una cultura que había tocado prácticamente
todos los registros mundanos ignorase la existencia de los bolsos? Un día sin
embargo nos dimos cuenta de que tal accesorio no era necesario a las patricias
romanas porque siempre iban rodeadas de una nube de esclavas que, entre otras
cosas, se ocupaban de llevar todos los objetos que esta pudiera necesitar. Los
bolsos eran las mismas esclavas, una muchedumbre de esclavas.
La esclavitud constituía la
autentica masa obrera que permitió a Roma transformar y mantener un mundo hecho
a la medida de los ciudadanos del Imperio. Ningún proyecto por descabellado que
fuera quedaba privado de su correspondiente asignación de energía gratuita, la
de los esclavos; moviendo barcos, extrayendo mineral, construyendo caminos,
lavando ropa, etc. Se ha dicho que Roma fue la dueña del mundo conocido y que los
romanos mostraban la altanería propia de quien se cree el señor de todo. Pero
hay alguien que era aún más poderoso que los propios romanos: sus mujeres, las
ciudadanas de Roma. La esposa de cualquier propietario mediano podía disponer
de centenares de esclavos con poder de vida y muerte sobre ellos. El aseo de
una de estas matronas era un actividad en la que se encontraban presentes
varios esclavos especializados. Gustaba hacerse llamar dueña o señora y acaso
lo primero que vieran sus sirvientes cuando esta se despertaba y si era ya de
cierta edad -lo que nos hace pensar en
una mujer de treinta años- tenía que ver
mas con el rostro de un mono que con el de una bella mujer. No deseamos
incurrir en barroquismo ni caricatura alguna pues es suficiente con leer a los
clásicos para advertir la penosa opinión
que conservaban de sus clases aúlicas pues los permanentes excesos de su vida
cotidiana solían pasar factura a la piel de aquellas déspotas libidinosas y
licenciosas. Una nube de sirvientes acudía entonces para intentar restaurar en
un proceloso y largo trabajo de toilette
lo que una noche de abusos solía desbaratar
en un par de horas. Primero le lavaban los ojos con agua fresca. Luego,
provistos de polvos , pomadas y tinturas acudían prestos a la habitación de su
ama, cada una de las doncellas –y ello por utilizar un termino dulce- se ocupaba de sujetar una bandeja de plata, la otra un
orinal, otra un recipiente con agua, otra un espejo, otra aporta dientes
postizos arrancados a un cadáver y con los que intenta disimular su incompleta
dentadura, drogas también para tratar sus doloridas encías, cejas, pestañas .
Dispuestas a realizar un esmerado trabajo de peluquería en el que suelen teñir
de rubio sus naturales cabellos oscuros. Utilizan hierros calientes para proporcionarle los bucles de lo
que carecen, de forma que el paradigma de la elegancia consiste en dejar flotar
los cabellos por encima de sus cejas quedando libres en su espalda.
Los baños de leche de burra de la Emperatriz Popea consistían mas
bien en un emplasto aplicado sobre el rostro antes del descanso y que a la
mañana siguiente estaba ya endurecidos sobre el rostro cual capa de yeso
agrietada. Si a ello añadimos que las damas solían retirarse antes de dormir la peluca, sus dientes postizos y el perfilado
de sus cejas, el espectáculo matutino
era algo sorprendente, en todo caso muy lejos de la imagen idealizada de Venus.
Otro tipo de mascarilla es la referida por Juvenal (VI, p 467) y estaba
elaborada con harina de haba y arroz y que supuestamente eliminaba las arrugas,
este autor por cierto tenia a las mujeres romanas como los seres mas depravados
de la naturaleza, capaces de mandar crucificar a un esclavo solo por mordisquear
un trozo de pescado. Ovidio decía que los secretos de belleza de una mujer
romana jamás deben aparecer a los ojos de su amante, porque a la postre se
reducen a cremas y potingues que cuando se secan en el rostro presentan un
aspecto repugnante capaz de arrastrar tu hermosura «allá donde debe de estar»
sino también acabará con los deseos de aquel con el que compartas el lecho.
Bien se ha dicho que Roma era una continuación de Grecia y en los artículos de
belleza así como en los nombres de las criadas dedicadas a acicalar a las
patricias se respira aire griego. Ninguna crema tendrá eficacia alguna si no es
presentada dentro de un vaso griego, ningún perfume tendrá éxito alguno si no
proviene de Grecia, ni el nombre de los numerosos productos dedicados al
mantenimiento del cutis y el cuerpo puede eludir este clásico esnobismo que nos
es tan familiar en el mundo moderno con numerosos productos. A todos ellos se
refieren los romanos como Cosmètes.
La leche de burra tan presente ya en el tópico de belleza femenino
era originalmente indicada para las enfermedades pulmonares. Ya hemos dicho que
Popea, la mujer de Nerón, se bañaba todos los días en leche de burra caliente y
nunca viajaba sin hacerse acompañar por estos équidos. Plinio refería la ridícula
anécdota de que había mujeres en Roma que se bañaban varias veces en leche de
burra pensando que su uso intensivo tendría mas eficacia. La leche de burra
caliente también se aplicaba directamente en la piel con una esponja formando
lo que se llamaba cataplasma.
Phiale era el nombre de la esclava que se encargaba de aplicar
colorete en la cara de su señora, por lo general rojo o blanco pero antes de
efectuar esta operación la esclava debía de efectuar un ritual extraño: soplaba
sobre un espejo de metal que posteriormente presentaba a su dueña, esta era la
forma que la patricia tenía para asegurarse de que la saliva de la esclava
estaba perfumada y no hedía, la razón de esto hay que buscarla en el hecho de
que la phiale debía triturar con su boca
la pintura para después aplicarla sobre las mejillas de su ama, impregnándola también
con su saliva, ello era el motivo de esta preocupación y no otro. Un pequeño
cofre de marfil o de cristal de roca llamado narthekia se utilizaba para
guardar lose pequeños botes, frasquitos de perfume y accesorios de belleza. A decir de muchos el narthekia era el objeto más precioso del tocador de una mujer romana.
Otra sirviente conocida con el nombre de Stimmi (stidium en latin)
sostenía con su mano, y dentro de una concha, una solución de galena de plomo disuelta
en agua, en la otra mano disponía de un pincel, con ayuda del cual pintaría los
párpados perfectamente arqueados. El surmé otro polvo negro, servía para pintar
las cejas, mezcla de galena de plomo, antinomio o bismuto para su aplicación se
utilizaba una suerte de punzón (algunos autores lo llaman calliblepharon, término
de origen griego que se puede traducir como «belleza para el parpado», otros
sin embargo entienden que el vocablo alude al tipo de mezcla utilizado para el
maquillaje). Otra esclava se encargaba de ofrecer el mastic de la isla de
Quios, una resina masticable que tenia la propiedad de aromatizar el aliento,
en Roma se comercializaron caramelos de mastic por un tal Cosmo como bien se
encarga de apuntar Marcial en sus Epigramas . El mastic seco y desleido en
orina humana, mezclado y diluido con piedra pómez triturada o polvo de mármol,
era un eficacísimo dentífrico que además podía ser teñido de diversos colores.
Los dientes postizos podían ser elaborados con marfil y fijados a las encías
con filamentos de oro. Cicerón (de Legg. II, 24) afirma que estaba prohibido
enterar a los cadáveres con ninguna pieza de oro, por lo que es fácil suponer
que estos fijadores eran retirados ante de la exhumación. Sin embargo un pintor
alemán del siglo XVIII, Wilhelm Tischeim, sostenía que en el curso de su
trabajo (Peintures de vases. I p 63) había tenido la oportunidad de observar en
una tumba donde se conservaban varios vasos griegos, siete dientes unidos por
este metal
Juvenal puede que se dejara
arrastrar por una feroz misoginia, pero la naturaleza altiva o sencillamente
vil de las patricias romanas parece basarse en buenos fundamentos con lo que la
prevención del poeta quedaba justificada: La domina [y toda mujer de clase
noble en Roma mayor de 14 años lo era, incluida la Emperatriz] ejercía sobre
sus cosmetae un constante violencia ante la mas mínima torpeza o error, para
ello solía utilizar varios instrumentos, afortunadamente ninguno mortal toda
vez que se trataba de trabajos que exigían una habilidad e incluso confianza, el
mas importante era el calamistrum un instrumento de hierro utilizado para
acondicionar las pelucas cuya punta roma se solía hincar en la piel para
castigar cualquier descuido, aunque con tal fin podían utilizarse las mismas uñas, o el puño. A veces sin
embargo la ira impedía controlar los efectos del castigo y este producía
heridas de consideración tal y como le sucedió al mismo Emperador Adriano que
le sacó un ojo a uno de sus sirvientes, aunque después, arrepentido, le cubrió
de oro. De todos los accesorios tras los que las patricias romanas solían
guarecerse para ocultar su decadencia física, la peluca ocupa un lugar
importante. Probablemente el uso de colorantes y tintes inadecuados, un
alimentacion deficiente, el consumo inmoderado de plomo no solo en los
productos de cosmética sino en el mismo vino que consumían [su cocción se
realizaba en recipientes recubiertos de plomo que endulzaba el producto] producían
unos efectos devastadores en la cabellera. La imagen idealizada de la mujer aristócrata
romana debe mas bien responder al de una dama completamente calva a la que le
faltan varios dientes, todo ello acompañado de una piel parecida a la cáscara
de una naranja o a la de un campo de batalla recién barrido por la artillería. Pero
esto es un problema menor. Jerome Nriagu, un científico canadiense sostenía, y
no era el único, que una de las causas de la desaparición del Imperio Romano
fue la decadencia de sus élites permanente intoxicadas con derivados del plomo
que como bien sabemos produce entre otras cosas una suerte de debilidad intelectual.
Ello explicaría no solo la presencia de Emperadores psíquicamente
alterados: Calígula, Heliogábalo, Cómodo, sino también la de una clase dirigente sumida en la
asepsia moral y en la insensatez social.
Roma, y en ello no era excepción sobre los pueblos de la antigüedad,
practicaba una guerra de exterminio ante sus enemigos. No se conformaba con la
victoria sino que trataba de doblegar a los vencidos hasta el límite de lo
soportable, las pelucas constituían uno de estos elementos con los que el poder
de Roma pretendía humillar a las tribus germánicas a las que había sometido pues
era el cabello rubio el mas apreciado, y cuanto mas abundante mejor. Probablemente
arrancar el cuero cabelludo a los cadáveres fuera una práctica habitual para
satisfacer el insaciable mercado del lujo. No era el único medio y seguramente
muchas esclavas de pelo rubio se vieran condenadas de por vida a una cabellera
recortada con el fin de servir las necesidades de aquellas matronas incapaces
de aceptar su calvicie.