EL DUQUE DE OSUNA. Riqueza, despilfarro y dandismo o cómo gastarse rápidamente una fortuna (Parte I)



RICOS Y DESPILFARRADORES: EL DUQUE DE OSUNA


Creemos que los Reyes Católicos a lo largo de su reinado, que duró aproximadamente unos treinta años, se desplazaron unas cien veces de residencia. Se trataba de una monarquía viajera, como lo era también la inglesa que, al menos, hasta el reinado de Enrique VIII se iba trasladando de un palacio a otro. Treinta grandes residencias y palacios, tenemos entendido, utilizó este rey promiscuo. También la amante de Alfonso XI de Castilla, Catalina de Guzmán, que ejerció como reina sin serlo (le dio unos diez bastardos y con cada uno de ellos recibía un aluvión de propiedades),  terminó siendo dueña de más tierras que las constituidas por muchos reinos de Europa. Todos ellos son ejemplo del patrimonio inmoderado, del gasto sin mesura, y acaso, del afán de posesión. Todos ellos quedan  sin embargo un poco relativizados ante la acuñación de bienes, tierras, mayorazgos y propiedades de toda naturaleza que consiguió acumular el duodécimo duque de Osuna. Su vida transcurre entre el inocuo ensueño de un príncipe de cuento, más soberbio que listo, y la inocente, pero irresponsable querencia de la aristocracia española hacia una irreflexiva forma de vivir; el despilfarro atroz de sus bienes y propiedades. Bienes muertos, ociosos e indolentes rentistas, pues de todo aquello que poseían nada estaba puesto al servicio de la creación de riqueza ni al diligente trabajo cotidiano, lo que efectivamente les hubiera hecho aristócratas, pero en este caso del buen hacer. De ser maestro de algo el duque de Osuna lo hubiera sido del buen vivir, del buen beber, y del buen estar; acaso, y por decir algo, aspiró a ser dandi lo que vista la inocua intrascendencia de estas naturalezas lábiles y artificiosas es poco decir.

      Mariano Téllez-Girón (1814-1882) es nuestro hombre. En realidad se llamaba Mariano Téllez-Girón y Beaufort Spontin, duodécimo de los de su casta, cuyos orígenes se remontan al siglo XIII. Sus títulos nobiliarios, que por deseo expreso de su viuda, fueron tallados  en su ataúd, ocupaban una espacio de más de dos mil palabras. Quince veces Grande de España. Durante el siglo XIX fue la casa nobiliaria más importante del país. Unidos a esos títulos de grandeza había que considerar también ocho ducados, seis marquesados, mariscal de campo de los ejércitos, senador. Contribuyente a la hacienda pública con 840.000 reales (como dato comparativo téngase en cuenta que los ingresos de la Hacienda Pública Española del año 1833 eran de unos 620 millones de reales), máximo tributario pues, por delante de la casa de Medinaceli y la de Alba. El primer duque de Osuna lo fue merced a Felipe II, Pedro Téllez-Girón y de la Cueva, se llamaba.

     Mariano Téllez-Girón ni siquiera estaba destinado a ostentar el ducado de Osuna, pero la muerte de su hermano, Pedro de Alcántara, el primogénito, puso a su alcance el ducado. Cumplidor en las guerras carlistas, agregado militar  en Londres, y sobre todo, servidor de la Reina Isabel II, que había sobrevivido a un atentado (solo sufrió una pequeña herida de puñal, arma con el que el cura Merino quiso acabar con su vida). Esta le nombró en 1856 embajador plenipotenciario en Rusia, si bien el nombramiento oficial se haría esperar. El cargo estaba remunerado con un sueldo de 400.000 reales, más otros 90.000 para gastos de desplazamientos. A ambos renunció el duque,  que entendía, desde su holgada situación financiera, que el servicio a España era una obligación. Su prodigalidad, en cualquier caso, nacía de su arrogancia,  cuando murió en su castillo de Beauraing, en Bélgica, en el año  de 1882, dejaba unas deudas de 44 millones de pesetas. A título indicativo podemos señalar que la totalidad de  la deuda publica del Reino de España en 1870 oscilaba en torno a los 4.500 millones de pesetas, el uno por ciento de la misma. Podemos fijar una fecha del declive económico, o principio del fin,  de la casa de Osuna. Estamos en el año de 1861, en una escritura pública que formalizaba un empréstito inmobiliario con la fabulosa garantía hipotecaria de casi 1500 fincas con una extensión de 200.000 hectáreas en 20 provincias españolas, lo que permitía prácticamente al duque viajar durante varias jornadas sin verse obligado por ello a abandonar sus posesiones. Por este crédito, Mariano Téllez Girón obtenía unos 90 millones de reales,  proporcionados por el banquero Estanislao de Urquijo. Este capital le permitiría sufragar una tipo de vida en el que el despilfarro acompañaba la anacrónica  y finisecular idea de la jactancia de los de su estirpe. No fue este un caso único, aunque sí el mas notable, porque los últimos lustros del siglo XIX marcaron la decadencia de las antiguas clases aristocráticas, incapaces de adaptarse a las nuevas corrientes económicas marcadas ya por la burguesía y su lujo razonable.

Antiguo Palacio de las Vistillas, hoy desaparecido. Residencia de los Osuna en Madrid

     Ya dijimos que Téllez Girón rechazó por mor de este anacronismo quijotesco, el salario que llevaba aparejado su cargo de embajador plenipotenciario ante el zar Alejandro II, una vez restablecidas las relaciones diplomáticas, rotas por el apoyo de Rusia al pretendiente carlista. Este cargo exigía  más bien los oficios de un hombre de naturaleza amable y elegante, buen conversador y educado en la más estricta etiqueta. Aunque no era precisamente un técnico en política exterior, llegó a San Petesburgo con el propósito de modernizar la imagen trasnochada que la elite rusa poseía de España: una nación a la que tenía por atrasada y temeraria.

     Téllez Girón aprovecharía su falta absoluta de conciencia gestora, mezclada con la inconsecuencia de un hijo, y no primogénito, de la aristocracia. Educado solo para disfrutar del patrimonio familiar, pero al que se le privaba de capacidad decisoria alguna respecto a los destinos de la familia. No fue un hombre cobarde, pero se dijo que carecía de cierta entereza para las escaramuzas en las que participó durante las guerras carlistas. Era, por lo demás, confiado y de trato fluido. Tampoco  era un hombre brillante, quizás ni siquiera ocurrente. Su repertorio social  se nutria de los tópicos al uso, las convenciones sociales y un repertorio de anécdotas repetidas una y otra vez.


Pedro Téllez-Girón
Mariano Téllez-Girón. La prematura muerte de su hermano Pedro le ofreció el título.


     La estancia en Inglaterra, a la que se desplazó  como Agregado Militar en la coronación de la Reina Victoria, en 1838, le pondría en contacto con la insoportable estulticia de los dandis, unos tipos cuyo máximo, y a veces único cometido, era la de hacerse presentes allá donde fueran, para después desaparecer.  El duque se sintió deslumbrado por el dandismo, asumiendo como propio el ideario  cínico, clasista y anti burgués del  movimiento. En Inglaterra los elegantes habían tomado como referente a Brummel. El que fuera gurú del dandismo, se consumía por estas fechas en su exilio de la costa francesa que daba al canal, apuntando ya una demencia que le hacía ver inexistentes coches de caballo aguardándole en sus también imaginadas cuadras. Y todo por no saberse callar, por calentarse la boca con el rey de Inglaterra(1). Brummel se manejaba perfectamente allá donde lo frívolo era norma. Su despreció por lo burgués no tenía límites, desdeñaba sus modos, su elegancia impostada, como la de un traje usado al que se le han practicado pequeños arreglos; la relamida estulticia de su discurso y su moral diseñada al dictado del beneficio. Mas Brummel no era un agitador, menospreciaba a la burguesía, pero adoraba su riqueza. Su pedagogía de lo vano tuvo poco alcance, ni siquiera perduró su estrambótica costumbre por acharolarse hasta la suela de los zapatos; eso sí, los nudos de sus corbatas y el corte de sus pantalones eran impecables. Por lo visto, Brummel, aún demenciado,  se pasaba horas elaborando el nudo de la corbata hasta que tan trabajoso empeño pareciera el resultado de la improvisación, aplicando el principio de la lasa y natural elegancia de los de su clase, distinguidos aunque estuvieran cubiertos de harapos. Parece hasta cierto punto increíble que este hombre haya pasado a la historia por la extrema calidad de los nudos de sus corbatas.  El Duque de Osuna no conoció a este pionero Brummell, pero le resultó extraño que esta colmena de exquisitos no se hubiera infiltrado en los modos de la Reina Victoria  y su marido, ambos podían pasar perfectamente como educados burgueses,  pero lejos de lo que se supone que debía ser la primera de las familias de la aristocracia. 

    Brummel dejó huella en el Duque de Osuna, pero quizás el personaje que más lo señaló fue un francés, el Conde de Orsay. A su ojos Orsay conservaba una mayor pureza. La nobleza no tiene fronteras porque participaba de los mismos principios allá donde se instala: valor, generosidad y elegancia. Con estos mimbres sorprendemos a Orsay, defendiendo el honor de una dama, ofreciendo el pecho en un duelo a su rival, para que este  no le disparase en la cara (tal parece que Maxilimiano, el que fuera fugaz Emperador de México, también pidió al oficial del pelotón que lo iba a fusilar que se abstuvieran de dispararla en la cara). Una pena, porque Orsay era mucho, pero no era conde, lo cual en nada menguó la impresión que causara en nuestro duque. Orsay era bonapartista y dejo su huella imborrable en el Duque cuando utilizó  un billete de mil francos como luminaria, y todo ello para alumbrar fugazmente la codicia de uno de los banqueros Rothschild, que buscaba a gatas una moneda de un franco que se le había caído al suelo. Una anécdota que no sabemos si es del todo verídica, pero que debió de grabarse a fuego en la cabeza del de Osuna porque años después, en San Petersburgo, lo imitaría. Buscaba en este caso un pendiente, y en este ocasión la luminaria no era solo un billete, sino un fajo de rublos. Sea como fuere de su viaje a París se trajo un retrato del caballero de Orsay

Pedro Téllez-Girón se llamaba también el III Duque de Osuna. Su valor, caballerosidad y entereza le hacían particularmente querido a Don Mariano. Estimaba particularmente la leyenda del duque acudiendo el solo  a socorrer a uno de los hombres del Tercio caídos en una emboscada en Flandes. Por todo ello se le conoció como el Grande Osuna

    Lord Byron también nutrió el equipaje intelectual del Duque de Osuna, 
tampoco Byron escaparía ileso a esta epidemia de mequetrefes que pareció adueñarse de Europa durante el siglo XIX. Este sublime fatuo escondía su puro vaciamiento literario en la ampulosidad más engolada («cupido desencadenado», había llamado a d`Orsay).  Byron fue idolatrado en su momento, colocado en un pedestal de cera, solo el paso del tiempo le fue poniendo en su lugar. Por cierto, y ya lo veremos mas adelante, Byron se relacionaría con Osuna de un forma un tanto elíptica y aportó referentes para estimular la parte más quijotesca y esplendida del carácter del Duque. Aunque conviene leer el libro que escribió Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez, sobre sus servicios en Rusia acompañando al Duque, no me resisto a recuperar un episodio que refleja el carácter teatral y derrochador del Duque, me refiero al fabuloso regalo con el que obsequió a los domésticos: un abrigo de marta cibelina que había dejado olvidado en una butaca, porque no estaba en su naturaleza inclinarse para recoger ropa de abrigo.  

     Osuna quedaría impresionado (bien es verdad que se cuidaría de evidenciarlo) por esta nobleza menor, meros caballeretes de poco recorrido financiero pero que, a diferencia de él, estaban llenos de ingenio, caustica vivacidad y frecuentemente de arrojo suicida.  A Osuna solo le compararían con una clara a punto de nieve, tan breve, tan engolado y tedioso él.  La fatuidad del de Osuna se ajustaba a las mil maravillas con aquellos formidables imbéciles, que diría Víctor Hugo(2)Esto nos lleva a pensar que acaso el de Osuna sabía perfectamente que entre él y la vulgaridad solo estaba el dinero, de ahí cierto aroma amargo en su naturaleza.  Era tan irreprochablemente rico que  nadie se atrevió nunca a reprocharle su discurso aburrido, académico a lo más. Bueno, mentimos, alguien sí que confesó que se aburría a su lado. Pero esto lo dejamos para la segunda parte.




(1) Brummel osó llamar «gordo» al mismísimo rey de Inglaterra, Jorge IV.
(2) En referencia más bien a su dandi local; Barbey d’Aurevilly, un faltón al que no le habían partido la cara porque tuvo la fortuna de encontrar personas más educadas que él.



Continuará...



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