Las catacumbas de París. Morbilidad y pestilencia. Alcantarillas, Historia de (VI)




Las catacumbas de París. Morbilidad y pestilencia


Estaba a punto de finalizar el siglo XVIII y las calles de Paris presenciaban, noche tras noche, una comitiva algo gótica. Carretas cubiertas por telas de color negro ocultando su contenido a los escasos viandantes de la noche. Iban precedidas por varios sacerdotes que mascullaban entre dientes el miserere mei, Deus. Aquellos carros estaban llenos de huesos. Huesos humanos.

     Los osarios de todos los cementerios de la ciudad, los nichos de sus iglesias y hasta los camposantos privados que, algunos nobles, se habían permitido en los jardines de sus mansiones para enterrar allí a sus sirvientes. Además de los incontables monasterios y conventos que habían dado un último cobijo a los que en España se llamaba “manos muertas” o sea: indigentes, pobres de solemnidad que no tenían en efecto ni “donde caerse muertos” (mod. Esp: extrema pobreza). Los cementerios de París estaban desbordados y durante siglos, vivos y muertos habían convivido en los mismos espacios. Esta proximidad había nutrido el imaginario colectivo de historias de terror, muertos vivientes y cadáveres pútridos.  Nada mas cierto, porque,  el abandono de los nichos, las inclemencias atmosféricas y la presencia de animales asilvestrados  que desenterraban los cadáveres, convertían los cementerios en lugares fétidos  y repugnantes, fuente permanente de morbilidad en el interior de las ciudades. De tal suerte que, las ceremonias religiosas en el interior de algunos templos sólo eran posibles y soportables merced a un abrumador uso del incienso:el olor de la descomposición de los cuerpos recientemente sepultados en tierra sagrada las habría hecho inviables. Pese al sellado con cera de los ataúdes, la provisión con sal para evitar que el cuerpo se hinchara, reventando a continuación, y la referida profusión de varitas de incienso, los aromas de la pudrición eran tan intensos que algunas zonas de los templos y cementerios eran inaccesibles. Banau y Turben escribían en Mémorie sur les épidémies du Languedoc en el año 1786, si bien con una credibilidad dudosa, sobre un episodio acaecido en una iglesia de Bourgogne en la que se celebraba la primera comunión de cuarenta niños; se hunde, de pronto, la lápida que cubre uno de los enterramientos realizados en el interior de la Iglesia, desprendiéndose entonces una exhalación maligna que causa la muerte de todos los niños y de doscientos parroquianos más. Aunque es evidente la exageración con la que se refiere el hecho, ya se apunta la extrema amenaza que representa el olor de los cadáveres para la salud pública. Otros casos referidos quizás en el anecdotario popular, hablan de las aguas contaminadas utilizadas en el riego de jardines que rápidamente secan la hierba. O la muerte por sofocación de personas caídas accidentalmente en muladares o balsas de agua pútrida.

Catacumbas de París
Catacumbas de Paris

   Llevar los muertos donde deben estar era una idea ya muy antigua que no acababa de prosperar; el higienismo que lo inspiraba causaba recelo por sus ideas, consideradas poco menos que sacrílegas por La Iglesia. La Revolución Francesa... mas bien, el progreso del sentido común, empujan a los munícipes a desembarazarse de la peligrosa presencia de cuerpos en descomposición junto a manantiales de agua potable y lugares habitados. En el año de 1786 se iniciará el traslado de los huesos del cementerio de los Santos Inocentes

     En París, que entonces era mas bien conocida como “ciudad de la Mierda” La Revolución no sólo se ocupó de borrar incluso el rastro del Antiguo Régimen en las flores de lis, grabadas en los accesos de los escasos 20 kilómetros de alcantarillas de los que disponía la ciudad al principio del siglo XIX, sino que también decidió almacenar ese resto oseo del pasado en las catacumbas de la ciudad. Pero no sólo se trataba de higienizar los espacios ocupados por los cementerios, también había que atender las espantosas condiciones de las prisiones en las que una pena leve podía convertirse con facilidad en una condena a muerte a la vista del hacinamiento en las mismas. Los hospitales, en los que cada cama podía ser ocupada por más un enfermo separados ambos por un mero tablón de madera. Los enfermos compartían hasta su último aliento, y tal es así que, no bien fallecía alguno de ellos, su lugar era ocupado inmediatamente por otro sin que se cambiaran las sabanas y por supuesto el colchón ni la almohada, caso de que esta existiera. No se debe olvidar los más que pútridos mataderos de animales que sofocaban el aliento en varios kilómetros de distancia a la vista de que sus restos eran abandonados a la intemperie. Teniendo en cuenta este paisaje olfativo, la ciudad se vio  obligada a elegir entre las bellas obras públicas que hermosearan la vista, o el trabajo silente, las mas de las veces subterráneo e invisible, pero imprescindible para controlar las periódicas epidemias de cólera, tifus y el parasitismo crónico de la ciudad: chinches, garrapatas, pulgas, etc. La superpoblación y el hacinamiento humano  en las ciudades empezaron a ofrecer una suerte de riesgos antes desconocidos. Incluso desde el Antiguo Régimen; La Monarquía, científicos y médicos ya habían manifestado el peligro que entrañaban los olores mefíticos y su papel en la transmisión de epidemias. Jean-Noël Halle nacido en el siglo XVIII, antes de la Revolución, había estudiado los nauseabundos olores que las orillas del Sena producían, y que asociaba con la transmisión en enfermedades en la ciudad. Ese calificativo de "ciudad de la mierda" con el que nos hemos referido a una hermosa urbe, fue acuñada por los viajeros del siglo XVIII, sorprendidos por los espantosos aromas que acompañaban lugares en los que, supuestamente, el buen gusto, no alcanzaba a masajear el órgano olfativo.

     Marat, el revolucionario francés, asesinado por Carlota Corday [algunos sostienen que solo fue ejecutado[1]] fue de los primeros habitantes de las alcantarillas conocido, pero no debía disfrutar de un gran espacio, porque el alcantarillado de París en el año 1806 sólo alcanzaba una red de 23 kilómetros.  Antes de que concluyera el siglo llegaba a los 1.000 kilómetros,  este considerable esfuerzo es el resultado en su mayor parte de nuevo abocetado de la urbe emprendido bajo Napoleón III

Las malas lenguas dicen que las grandes avenidas de París, diseñadas en el siglo XIX, además de hermosear la ciudad, facilitaban a los soldados la represión de las algaradas revolucionarias. Sea como fuere la idea que inspiró al barón había nacido en ese propósito de ventilar la ciudad. Permitir que respirara para que fuera el aire el que se encargara de alejar los repugnantes olores que atormentaban a sus habitantes


     El barón Haussmann encargado por el Emperador de dotar a París de grandes avenidas no se olvidó de esta ciudad paralela y subterránea, con galerías abovedadas tan amplias que permiten el paso holgado de varias personas. Entrado el siglo XIX los revolucionarios de la Comuna de París las utilizaban para escapar de los soldados que les perseguían. Fueron refugio habitual de delincuentes y marginados. Víctor Hugo, en su novela Los Miserables hizo pasear a algunos de sus personajes por sus húmedas galerías. Y en la guerra franco prusiana, se temió que los alemanes penetraran en la ciudad a través de ellas. No fue así porque los prusianos se limitaron a desfilar por los Campos Elíseos y a la vista de todos, sin necesidad de tomarla por sus alcantarillas.  Para evitar perderse además en este dédalo de galerías que seguían en su trayectoria la línea de las calles,  las cloacas conservaban el nombre de la vía bajo la que transcurrían. La ampliación de la red de alcantarillado en la ciudad tuvo efectos beneficiosos, pero también consecuencias no deseables, extendió por la ciudad la pestilencia de las orillas del río. Los higienistas llegaron a sostener que había que levantar todo el pavimento de la ciudad para solucionar el problema de  los olores, visto que estos parecían haber penetrado como una quintaesencia en todas las piedras de la misma. Airear París, era su máxima. Ventilar la ciudad. Los higienistas encontraron en una venerable amenaza la causa de todos los males infecciosos que azotaban la urbe: las miasmas, los grandes responsables de las epidemias. Los episodios de cólera acaecidos en la ciudad durante diferentes periodos del siglo XIX reforzaron las medidas de desodorización que los higienistas pretendían acometer. Ignoraban todavía que el olor era sólo un aspecto menor de la amenaza, que las llamadas miasmas eran sólo concreciones falaces para explicar el mal. Pasteur se encargaría de dar respuesta a estos temores, pero para ello faltaban algunos años.      

     Todos los problemas derivados de la higiene en las ciudades parecen ser canalizados a través de las alcantarillas. Si no se posee una red eficaz de túneles subterráneos de poco sirve el drenaje de los espacios públicos. Mas trabajar en las alcantarillas era peligroso: se produce sulfuro de hidrógeno y otros gases que matan en minutos después de una rápida pérdida de conciencia. La acumulación de gases puede producir explosiones y las heridas derivan rápidamente hacia una septicemia fatal. Marat, médico de profesión, y del que ya hemos hablado más arriba, sufría una enfermedad crónica de la piel adquirida a su juicio en las cloacas de la ciudad. De hecho no es casual que el pintor Jacques-Louis David, lo inmortalizara asesinado en su bañera; pasaba varias horas al día sumergido en agua templada lo que le ayudaba a sobrellevar los intensos picores causados por su mal.

      Las alcantarillas fueron un mundo nuevo cuyos riesgos  y peculiaridades empezaron a descubrirse en el siglo XIX, por eso, el oficio en París fue pasando de padres a hijos. Los limpiadores, entre otros cometidos, se entretenían en contar la cantidad de ratas que exterminaban de media todos los años bajo las calles de la ciudad: de 2.000 a 3.000 por operario. Hacia finales del siglo, los vecinos de la ciudad de París debieron de sacrificar buena parte de sus terrenos y de su bienestar para almacenar en sus terrenos lagunas donde almacenar los vertidos que desbordaban la capacidad del río capitalino; El Sena. Lagunas de mierda de las que se extraía limo para fertilizar los campos. París está inclinada hacia al norte, de forma que se aprovecha esta inclinación natural del terreno para llevar allí todas las aguas negras por mera gravedad, liberando así el cauce del río Sena a su paso por la ciudad de ese vertido. Por cinco euros es posible -o era- visitar las alcantarillas de París. 


Viaje a las alcantarillas de Paris
Visita a las alcantarillas de Paris
   
[1]Marat, adalid de La Revolución y fundador del diario L'Ami du peuple, en realidad uno de esos espacios públicos puestos supuestamente  al servicio del interés colectivo, pero instrumento de toda la bajeza moral de los que el ser humano es capaz. Marat utilizaba la pluma como una pistola, y desde las páginas de aquel se ocupó de denunciar la labor contrarrevolucionaria de un personaje que intelectualmente le superaba, algo que no estaba dispuesto a perdonar: Lavoisier, se llamaba el sujeto, lo envió a la guillotina. Lo envió a la guillotina solo por eso, por ser más listo que él. Marat, en efecto, habitaba otro tipo de alcantarillas








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