Historia de la dentadura postiza. Antropología de la vida cotidiana.


HISTORIA DEL DIENTE Y LAS DENTADURAS POSTIZAS


Hace ya algún tiempo, mientras nos documentabamos sobre la entrada que dedicamos a Brummel, conocido también por el Bello Brummel, nos sorprendió lo que prometía ser una historia banal;  uno de los mas afamados dandies de la Inglaterra de principios del siglo XIX, un tal coronel Matthews, perdió accidentalmente uno de sus dientes, un incisivo. Esto, que para cualquier ser humano era una contrariedad leve, constituía en el caso de alguien como Matthews que vivía de la imagen, y por lo general, en la cresta de la ola de la atención social, un verdadero desastre. Desesperado se hizo colocar un diente postizo con resultados satisfactorios. Aquella alegría no tardaría en empañarse, pues al poco, un tumor extraordinariamente agresivo le destrozó primero la cara, haciéndole perecer a la postre entre espantosos dolores. Sus contemporáneos sostenían que el culpable de aquella muerte no era otro que el diente que se había hecho colocar, toda vez que seguramente pertenecía al  cadáver de un fallecido por el referido mal. Hoy puede sorprendernos ese tipo de recursos a los que nuestros próximos antepasados solían acudir, pero el dato y el caso no son extraordinarios, y tampoco exclusivos de la cultura europea. No era esta una práctica nada extraña en la ciudad de Londres que por entonces era ya la capital del mundo. La ciudad, al menos desde principios del referido siglo, había demostrado una voracidad de piezas dentales -y dentaduras completas si fuera preciso- capaces de satisfacer la alta demanda de dientes. Al menos las necesidades de las clases más pudientes, toda vez que los  modestos estaban condenadas a alimentarse de papillas, en el caso de perdida de la dentición; lo que era por cierto bastante frecuente sobre todo después de que se popularizara el uso del azucar de caña. 

     Aunque pueda resultar de alguna truculencia la dicha de buena parte de los caballeros y ladies ingleses nacía de la desdicha de otros muchos: al menos de los mas cuarenta mil soldados que perecieron en la batalla de Waterloo. Un episodio que en Inglaterra se conoce como "Waterloo Teeth" y que mas o menos consistíó en arrancar la dentadura de esos miles de soldados fallecidos en tierras belgas para utilizar el producto de aquel despojo masivo en operaciones de ortodoncia entre la clase mas adinerada. No se debe de olvidar que una dentadura postiza podía costar la fabulosa cifra de 25 guineas, lo que traducido al salario de un empleado domestico, equivalía a la friolera de un año de trabajo. La demanda de piezas dentales en buenas condiciones había estado limitado en muchos casos por el número de ejecuciones habidas tanto en las Islas Británicas como en el resto del Continente. Los dientes de los condenados a muerte eran extraídos, previa autorización judicial con este fin, una vez ejecutados, se entiende. También es obvio que personas acorraladas por la miseria mas absoluta podían vender incluso sus piezas dentales sanas, si es que las hubiera. Con frecuencia el uso de un diente postizo de procedencia desconocida era la mejor forma de contraer, por ejemplo, la sífilis, ese mal subterráneo que solía albergarse en huéspedes muy honorables. La demanda de dentaduras fomentó un mercado negro en torno al cual pivotaban profanadores de tumbas, empleados de cementerios, etc. Muchas de las piezas sin embargo carecían de la más mínima calidad, pertenecían a indigentes o eran los últimos testigos molares de ancianos. Por eso el expolio sistemático de las dentaduras de los soldados caídos en la referida batalla, jóvenes en su mayoría, fue un autentico maná de piezas de calidad capaces de satisfacer el mercado británico, el cual, a veces, sirve la ética igual que la carne: "poco hecha", eso  dicen.  


Una de las varias dentaduras postizas que utilizó Georges Washington
Una de las varias dentaduras postizas que utilizó Georges Washington

Un retrato de Washington en el que se observa la típica invaginación labial resultado de la carencia de piezas dentales
    
La Reina de España, María Luisa de Parma. Carecía de dentadura propia, pero usaba sus dientes postizos con una soltura admirable.
     
La Emperatriz de Francia, Josefina. Sufría terribles dolores por el penoso estado de su dentadura.


      El diente se había convertido en muchos casos en un objeto de deseo y también de necesidad. A nadie se le escapa las múltiples dificultades que acarrea una dentadura en precario, y lo que es aun peor, carecer de las piezas mas importantes para triturar adecuadamente la comida. Un sujeto desdentado podía tener, ya lo hemos mencionado, serios problemas para alimentarse, sobre todo en unas condiciones sociales de precariedad en los que la dieta alimentaria no podía elegirse. Cuando las condiciones materiales eran mas holgadas, en el caso de clases adineradas, la presencia de una mandíbula sin huéspedes producía un efecto incomodo; avejentaba rostros  prematuramente  que por malos hábitos alimenticios o higiénicos habían perdido parte de su dentadura. La perdida de la dentadura no respetaba clases, y es sabido, por mencionar un caso, el de la Reina de España, María Luisa de Parma, casada con Carlos IV,  sus numerosos partos y abortos (se habla de mas de veinte) la dejaron huérfana de diente alguno, de tal manera que lucia una dentadura (perfecta, eso si) de porcelana que se retiraba a la hora del almuerzo, y que sin turbación alguna, colocaba sobre el mantel en presencia de todos los presentes. La porcelana, usada frecuentemente en las bocas nobles,  difícilmente soportaba un uso constante y su función era meramente estética, aunque el producto era tan níveo que mostraba a las claras su artificiosidad. 
Se corresponde con la mitad de una dentadura de plata; el paladar superior. Los dientes son de porcelana. Faltan dos piezas y fue encontrada en el campo de batalla de Shiloh, Guerra Civil Americana

     Respecto al episodio de Maria Luisa de Parma la historia ofrece un apéndice semioficial que literariamente trato el escritor español Juan Antonio Vallejo Nájera, en su novela "Yo, el rey". Al parecer el desparpajo de la Reina de España tuvo varios testigos de renombre; Napoleón y Josefina, su mujer, entre ellos. Es sabido que Josefina Bonaparte fue una mujer que sufrió terriblemente de la boca, entre sus males se encontraba el de la escasa dentadura de la que disponía, mostrando el resto de sus dientes una repugnante negrura. Utilizaba con frecuencia un abanico con el fin de ocultar aquella parte de su rorstro que seguramente afearia las bellas líneas del conjunto, aunque la edad iba haciendo ya efecto en la tensión de la piel. Dice el escritor que resultaba loable la habilidad de la Emperatriz para evitar el repliegue de los labios, propio de dentaduras escasas. Mantenía con una gran decencia la sensualidad de aquella boca, pero a costa de una permanente tensión fisica que la impedía sonreir abiertamente si no era tras las varillas del abanico. Josefina, que en dos años sería repudiada por Napoleón -la escena parece ser de 1808- soportaba los intensos padecimientos con opio y laudano,  guardados en  sendas cajitas de oro. Tras cada comida se frota las encias con la tintura (las primeras denticiones de los niños se trataban con ella) lo que explicaría sus episodios de sopor y apatia. Vallejo Nájera enfrenta la belleza,  gracia  e inocencia de Josefina a la patética fealdad de una reina envejecida, aunque es difícil que pueda ignorar que la vida de Josefina la hizo bastante bregada en varios oficios, entre ellos el de Emperatriz. Josefina había sido en efecto la amante de varios miembros del Directorio que cerró el periodo revolucionario francés. Napoléon sin embargo, procuró mantener en perfecto estado su dentadura. A la vista de lo referido por uno de sus biógrafos [Fredeic Mason]; primero utilizaba unos palillos de dientes, y acto seguido, cepillaba los mismos con una solución de opiáceos, concluyendo con enjuagues. Utilizaba a tal efecto un colutorio mezcla de brandy y agua dulce. Se servía también de un raspador de plata para su lengua, higiene esta última que nunca descuidaba.

     Otro personaje al que le faltaba la dentadura fue George Washington, se aventura en su caso una perdida precoz como resultado de un tratamiento contra la viruela. Parece que sus dientes eran de marfil de hipopótamo o elefante con puentes de oro, aunque probablemente empleara mas de una dentadura. Sus retratos de madurez presentan las huellas de unos labios ya retraídos, obstinados en privarnos de la sonrisa. La corpulencia de este hombre, el tamaño de sus pies  y el color rojizo de su pelo, que solía empolvarse hacían que difícilmente pudiera pasar desapercibido. Varias de las piezas dentales de Gegorge Washington se conservan cual reliquias, este el caso de un premolar inferior que se encuentra en la Academia de Medicina de Nueva York. A veces el marfil de los hipopotamos se utilizaba como placa sobre la que se insertaban piezas de caballo, vaca o burrro oportunamente trabajados con el fin de ajustarlas a un tamaño humano. En la ciudad de Baltimore se encuentra una pieza elaborada con dientes humanos y con placa de marfil de hipopótamo que se supone propiedad también del primer presidente de los Estados Unidos. Se dice que Gilbert Stuart, el retratista que inmortalizó a Washington, le contaba chistes mientras trabaja con la intención de aligerar su gravedad, además de colocarle sendos trozos de algodón en las mejillas con el objeto de favorecer la expresión de su modelo.   

     En la próxima entrada hablaremos de las dentaduras de madera del Japón