Historia de la Barba. La Guerra de la Barba. Barba sí. Barba no. Disputas Teológicas




HISTORIA DE LA BARBA



Aunque hoy esto que vamos a decir pueda resultar chocante, parece fuera de todo duda que La Iglesia fue una Institución joven en algún momento de su historia. Los primeros siglos de su recorrido,  como única fe oficialmente reconocida, sirvieron para fijar aspectos esenciales de su doctrina. Otros no lo fueron tanto, como es el caso de una chocante disputa acerca del uso de la barba entre sus miembros.      Todos los Papas hasta El Gran Cisma, la división entre la Iglesia de Occidente y Oriente,  llevaban largas barbas. León III, al parecer, fue el primer Papa que se afeitó con el propósito de establecer líneas divisorias con Oriente. Posteriormente, en un cruce de excomuniones mutuas, Focio, patriarca de Costantinopla, y Nicolas I, redoblaron su apuesta por la barba de un lado y el afeitado del otro.

     Tradicionalmente todos los servidores de La Iglesia han sabido adaptarse a los usos y costumbres de aquellos lugares en los que desarrollan su cometido, salvaguardando eso sí,  los preceptos orgánicos señalados por la jerarquía. Tanto los monjes, como los obispos de la iglesia Griega ortodoxa han usado barba, probablemente,  su proximidad geográfica con la cultura de Oriente Medio, donde su uso era, y es habitual, ha determinado por mera capilaridad que la barba sea parte esencial de su iconografía. San Epifanio reprende explícitamente a los heréticos  Mesalianos por prescindir de ella. Sostiene éste que la existencia de la barba remite incluso a la voluntad divina, y hace extensible sus restricciones al afeitado incluso en los laicos. Este uso en sí, menor e irrelevante y casi anecdótico de la barba, acabó con el tiempo por ser utilizada como una caja de resonancias en la que pretendieron solventarse los flecos de un conflicto de orden mayor entre La Iglesia Oriental y La Occidental: partidarios o detractores del vello facial. Miguel Cerulario, Patriarca de Constantinopla, en su obra “Contra la Primacia del Papa”, arremete contra la costumbre de los frailes y clérigos de Occidente  que habían hecho hábito de ese ejercicio atroz del afeitado, incluso, llega a afirmar que los obispos latinos, al afeitar sus barbas, miran a sus diócesis como a sus esposas. Sostenía que el Concilio de Cartago había sido una encerrona, al  prohibir expresamente  que los religiosos dejaran crecer desordenadamente su cabello y barba.

     Algunos autores coetáneos, sustentaban, con el fin de no quedar huérfanos de referentes históricos, que los Nazarenos mismos solían afeitarse barba y cabeza, incluso, ofrecían sus cabellos en sacrificio. Los preceptos de los Apóstoles señalaban que todos los hombres, en alguna ocasión, debían cortarse los cabellos. En el Imperio Romano la mayoría de los varones iba afeitado, excepción hecha de los filósofos que, por influencia griega, solían conservarla. El Emperador Juliano, conocido como el Apostata, ya tuvo que polemizar en su momento con los habitantes cristianos de Antioquia por mantener su derecho a llevar barba, y lo hizo mediante un opúsculo al que denominó Misopogon. Tras el cisma entre la Iglesia Ortodoxa y La Latina, las barbas marcaron una tenue frontera entre ambos, los ortodoxos, por ejemplo, empezaron a encontrar severos reparos para aceptar en sus iglesias a santos sin barba.
San Onofre, conocido por la longitud de su barba

     Pero esta afirmación tiene algunos matices. En la Historia de Los Pontífices, el Papa Clemente VII aparece con barba, reo durante cinco meses por orden del Condestable de Borbón, parece que tomo gusto por ella y decidió conservarla: ya que  “no entró navaja en la cabeza de Santiago”. Ahora bien, otras fuentes refieren que, desde Anastasio IV a Julio II (en la imagen), todos los Papas se desprendía de la barba. Con ello llegamos al cuarto Concilio de Cartago que prohíbe a los clérigos dejar crecer sus cabellos y  su barba. Antes, incluso, en el Sínodo de Barcelona del año 340, ya se estableció que ningún clérigo llevara cabellera ni dejara barba sin afeitar. El Concilio de Cartago fue bastante inquieto porque coincidió temporalmente con varios movimientos heréticos, como el de los mesalianos que entre otras cosas condenaban el trabajo manual y el matrimonio,  vagabundos y ocupados solo en la oración, destacaban por sus largos cabellos. Los Mesalianos  mantenian una especie de apatía vital, aunque según otros, como  Teodoreto de Ciro, de todas las cosas que se proponían sólo ponían gran esmero en una de ellas: dormir.

     San Sidonio Apolinar refería que en el siglo IV, y en Europa Occidental, los monjes llevaban barba prolija, pero el cabello corto. Gregorio VII envía disposiciones (1082) muy severas al Obispo de Cagliari (Cerdeña) ordenándole que establezca la forma adecuada para que los clérigos adscritos a la diócesis eliminen sus barbas. Dudoso de que sus preceptos no fueran obedecidos, cursa paralelamente al Duque de Cerdeña la misma requisitoria, con el objeto de asegurarse su cumplimiento.  El mismo Gregorio VII amenaza con sancionar a diversos obispos y clérigos por secularizar sus costumbres, manteniendo concubinas y amantes, y dejando crecer desordenadamente sus barbas. Guillermo Durando, que llegó a ser Obispo en el siglo XVI,  sostenía incluso que había razones que el hombre no entendía, y ello con el fin de justificar el afeitado de las barbas. Pensaba que la longitud de las mismas estaba en relación directa con el tamaño de sus pecados. Se instalaba incluso en cierto fisicalismo, cuando expone que el cabello se alimenta de los humores vanos del estomago; de tal forma que nos afeitamos las barbas para purificarnos, para mostrar nuestra humildad. En el siglo XII se generaliza el uso de la barba, y hasta tal punto se estima la misma que, incluso, se prefiera sufrir la prueba (ordalía) del agua fría, que parecía consistir en lanzar al agua a un sospechoso de brujería, y en al caso de que flotara, se convenía demostrado su pacto con el diablo. Quiérase que la prueba no fue muy concluyente, lo cierto es que al infeliz al que hacemos referencia,  se le ofreció la oportunidad de cortarse la barba para demostrar así su inocencia, negándose a esta humillación; sólo reservada a los eclesiásticos, por lo que prefirió ser sometido de nuevo a la prueba del agua. 


Navaja de afeitar. Siglo XV
Navaja de afeitar. Siglo XV

     El cardenal Bessarión, papable en tiempos de la conquista turca de Constantinopla, era considerado como un autentico Padre de la Iglesia. Asceta y convenientemente penetrado por la cultura griega, llevaba barba y largos cabellos, lo que destacaba entre los clérigos romanos. Esto fue al parecer el motivo que impido su acceso al trono de San Pedro; Alain de Aviñon lo acusó de neoconverso, y de hacer ostentación de las luengas barbas de los orientales. Fue elegido Papa  Calixto III que curiosamente, y entre otros honores,  le nombró Obispo de Pamplona. Sixto IV, el siguiente Pontífice,  le designó para facilitar la reconciliación entre el Duque de Borgoña; Carlos el Temerario, con Luís XI, rey de Francia. Bessarión, pensando que El Duque de Borgoña era el más reacio de los dos al pacto, decidió visitarlo el primero, lo que enojó al Rey de Francia, que, una vez en presencia de Bessarión, y públicamente, osó meterle la mano dentro de su gran barba para jalar de ella, lo que a decir de muchos fue la causa de la muerte del Cardenal incapaz de asimilar la ofensa. A Ramón LLull también le escarnecieron tirandole de la barba en tierras musulmanas, según refiere el mismo. Filósofo, científico y nigromante, vivió lo que pudo y lo hizo con pasión. En pos de un amor imposible, penetró montando un caballo en el templo de Santa Eulalia, y ello para encontrarse con una mujer que no dudó en mostrarle su pecho desnudo, tocado este por las marcas de un tumor maligno, lo que privaba a aquel amor de recorrido alguno en el tiempo. 

     En el 1551 Antonio Caraccioli fue nombrado Obispo de Troyes. Como quiera que llevaba una larga barba, el Capítulo de esta diócesis opuso varias disculpas para no recibirlo hasta que el Obispo decidiera  cortarse la barba, pero el rey Enrique II, enterado de esta contrariedad, envió una carta en la que mas o menos señala que, a menos que se tratara de un territorio extranjero, no le gustaría que el futuro Obispo de Troyes se fuera de Francia sin su barba. Otro tanto hizo en 1564 Carlos IX, pero esta vez a la Diocesis de Marsella con el fin de obtener la gracia para la barba del Obispo señalado a la misma. Carlos Borromeo, famoso también por la abundancia de sus barbas, defiende el uso de las mismas, lo hace incluso después de sufrir una enfermedad que había hecho mella en su frondosidad, obviando incluso los preceptos establecidos en el Concilio de Milan de 1578 que obligaba a todos los clérigos a afeitarse la barba. El Obispo de Cremona se hizo tan fanático ejecutor de dicha disposición que presumía de que ninguno de los clérigos adscritos a su diócesis lucia barba alguna, en un tiempo, por cierto, en el que ir provisto de barbas en Italia solo era usual entre gente de mal vivir, locos y españoles, estos últimos, las consideraban un signo mayúsculo de masculinidad. Uno de los ensayos más brillantes de esta época: Apología de la Barba de los sacerdotes, escrito por Pierius Valerianus, es probablemente la respuesta al celo del obispo. Sin embargo la presencia de los bigotes, tan relacionados con la completud de una barba, sí parecía permitida, siempre y cuando el vello no penetrara en el cáliz, ni el sagrado liquido tuviera contacto alguno con el cabello, lo que al parecer determinaba que el bigote debiera ser recortado aproximadamente unas dos veces al mes. Todo lo cual excluía de esta ceremonia a aquellos sacerdotes que dispusieran de barba. En el siglo XVII, en 1656, el extremo decoro al oficiar la Santa Misa, y sobre todo en los momentos culminantes de la misa, apuntó una ingeniosa disposición que casi satisfacía a todos, cual era la de afeitarse la barba en el labio superior, es decir hacer desaparecer el bigote, a todos aquellos clérigos que se mostraran remisos a retirarse las barbas, con el fin de recibir de la forma adecuado el cuerpo y la sangre de Cristo. 


Pablo de Tebas, conocido como el primer eremita
Pablo de Tebas, conocido como el primer eremita

     Pero la cruzada contra la barba no termina aquí, un siglo antes, incluso, la afamada facultad de Teología de la Universidad de la Sorbona había decretado en 1561 que la barba constituía una afrenta a la modestia que debía de ser la virtud principal de un religioso. Mas, no escaseaban defensores del noble cabello, entre ellos recuperamos al ya mencionado, Jean Pierius Valerianus, y su apología de la Barba de los sacerdotes. Por lo que se refiere al necesario modelo de modestia que deben guardar los sacerdotes, evitando cualquier descuido y ornamento superfluo entre los cuales incluye las largas barbas, Valerianus consideraba que nada mas lejos de la gravedad que debe acompañar a un siervo del señor que un rostro afeitado, cuya motivación mas inmediata es la de la vanidad. Recuerda que el primer romano que empezó a afeitarse a diario Escipión el Africano, introdujo en sus tropas unos hábitos que en nada fomentaban su espíritu militar, sino que más bien incidieron en la relajación y blandura de los mismos, abriendo con el paso de los años debilidades de carácter propias del género femenino. Por qué se sancionaba a un sacerdote con una barba larga?  ¿Cuál era el fundamento de esta sanción? ¿Sería acaso la barba en sí misma? Y si era así ¿Qué puede tener de vergonzoso la barba así considerada? La barba es el vestido del mentón y las mejillas y el ornamento natural de los hombres. Es la marca que distingue al sexo masculino. Así Diógenes, el filosofo de la larga barba, solía responder a aquellos que le preguntaban por la razón de su uso, que la llevaba sobre todo para hacerle recordar que era un hombre. La barba es lo que nos distingue, de las mujeres, de los niños, de los eunucos y de los afeminados. Aventura Valerianus  que acaso de haber sido la Iglesia de Occidente mas condescendiente con los usos de la Iglesia Oriental, como era el respeto por sus usos y tradiciones, entre las cuales destaca el uso de la barba entre los clérigos ortodoxos, probablemente no se habría producido el cisma cristiano. A pesar de lo señalado en el Concilio de Cartago, tan lejano ya en el tiempo, Papas como Julio II y Clemente VII llevaron largas barbas, y también numerosos cardenales, obispos, arzobispos y sacerdotes ¿Acaso no se había juzgado a sacerdotes por desobedecer a sus superiores y persistir en el uso de la barba, llevando barba los propios jueces? La barba es una cosa necesaria, por la ley de la naturaleza, por la ley de Moisés, los santos y las gentes de bien. Habían olvidado que el propio Cristo padeció y murió por nosotros, y no prescindió en ningún momento de esta señal. Esto y  aún más decía Varelianas.


      El Obispo inglés de Sèes, Serlo, en la costa normanda decidió aleccionar con tanta vehemencia a sus fieles, entre los que se encontraba el rey Enrique I de Inglaterra que fue capaz de convencer a casi todos de la bondad del afeitado, el rey el primero, de tal manera que el obispo se acercó al monarca y provisto de unas tijeras le cortó el cabello y parte de la barba. Se supone que el rey Enrique I, que ha pasado a la historia de Inglaterra como el más fecundo progenitor de bastardos reales, quisiera con ese gesto templar la ira del Obispo que, entre otras cosas le había recriminado su vida disoluta.  En la Navidad de 1105, el Obispo de Amiens se negó a dar la comunión  a todos aquellos feligreses con barba. Sin embargo es paradójico verificar que Los Templarios,  en su calidad de monjes soldado llevaban barbas. Cuando el rey de Francia decidió disolver la orden, no se olvidó de cortarles las barbas antes de ejecutarlos en la hoguera. Otro monarca francés Francisco I  obtuvo autorización del Papa para cobrar un impuesto a todos los eclesiásticos que no se afeitaran, con lo que se estableció el primer impuesto, aunque no el único, por llevar barba (Pedro el Grande de Rusia también lo hizo, pero por otras razones)


     Se cuenta, aunque hay severos motivos para dudar de su verosimilitud, que el Obispo de Clermont, Guillermo Duprat, de regreso del concilio de Trento, en el que había dado muestras de gran elocuencia, se encontró a las puertas de su catedral con tres miembros del Capitulo que le esperaban. Uno de ellos estaba provisto de un cuchillo, otro de unas  tijeras,  y un tercero con el libro de los antiguos estatutos de esa iglesia, en la que se señala claramente esta expresión "Barbis Rafis". De tal manera que el prelado percibe claramente que aquella  encerrona está diriga claramente hacia su barba de la que se siente en extremo orgulloso, pues pasa por ser "la barba más hermosa de Francia". Humillado por ello decide conservar su barba y renuncia al obispado.

     Parece ser que desde el siglo IX existía una instrucción en la que se prohibía a los monjes afeitarse a sí mismos, y en absoluto durante La Cuaresma. También establecía una pauta quincenal para el afeitado. Los hermanos legos no eran afeitados, y por eso recibían el nombre de Fratres larlati: hermanos barbudos. El afeitado se practicaba como ejercicio de humildad. En la toma del habito, la barba del candidato era bendecida con gran boato, y una vez ordenado monje, se ofrecía esta a Dios.


Tijeras, siglo XII, bien pudieron ser utilizados para apurar la barba y cortar el cabello
Tijeras, siglo XII, bien pudieron ser utilizados para apurar la barba y cortar el cabello

     La barba en Oriente tuvo un tratamiento bien diferente, San Arsenio, por ejemplo, llevaba una barba que le llegaba mas abajo del estomago. San Eutimio narra en el martirio de 38 monjes, como el Emperador Constatin Coprónimo (acusado por sus enemigos de defecar en la pila bautismal. De ahí Coprónimo=excremento) hizo quemar las largas barbas de los santos después de haberlas recubierto con brea. Aun así muchos cenobitas y monjes al iniciar su apostolado como tales se cortaban tanto la barba como los pelos de la cabeza. En el Monasterio de Monte Casino,  los monjes legos, esto es: recién ingresados, debían de presentarse totalmente afeitados pese a que las numerosas pinturas antiguas presenten a los monjes con unas considerables barbas. En Suso en la Rioja (España), un Monasterio impresionante en su propia modestia, y que pertenece casi a la arqueología religiosa, data del siglo V,  excavado en la misma piedra de la montaña, los eremitas, entre los cuales había una mujer llamada Potamia, no se afeitaron probablemente en decenios, pese a que las imágenes que tenemos de San Millán, su fundador,  éste aparezca rasurado. Tanto barba como cabello, debido a las extremas condiciones de los eremitorios  (más bien cuevas) de este antiquísimo reducto de la cristiandad en España, serían utilizadas básicamente para conservar el calor corporal. Ya alude Gonzalo de Berceo a la barba luenga del Santo y a sus crecidos cabellos. Y eso que  también, en La Vida de San Millan, y en un ejercicio algo desalentador para los devotos de la barba, piensa que los diablos que tientan al Santo también poseen unas "barbas socarradas".

     El afeitado dentro de los conventos estaba regulado por un proceso perfectamente pautado en la línea del resto de las actividades. Era inconcebible por lo general que un laico afeitara a un religioso. Los monjes se afeitaban en común, los unos a los otros, tanto la barba como la cabeza, esta ultima con ayuda de las tijeras. Todos los monjes estaban obligadas a aprender las habilidades de la tonsura. Los cabellos resultado de la primera tonsura de un religioso recibían un tratamiento especial, pues eran consagrados a Dios. En algunas abadías, incluso, se bendecían las barbas. La ceremonia de cortar las barbas recibió la denominación de Barbirasium. Pero incluso, dentro de los monasterios, existían dos tipos de monjes a los que bien podemos diferenciar por la presencia o ausencia de barba, los primeros eran conocidos como monjes clérigos, tonsurados, y los segundos identificados como monjes barbudos, iletrados, destinados a servir a otros monjes y responsables de actividades accesorias dentro de los Monasterios.  El sobrenombre de estos últimos les hacia cierta justicia, pues estaban dispensados del afeitado de sus barbas y la forma y color de sus hábitos era diferente. El afeitado debía hacerse cada quince días, excepción hecha de la Cuaresma, y de hacerlo en estas fechas preferentemente el Sábado Santo, y otra vez durante la Pascua. En los Monasterios alemanes esa secuencia quincenal quedaba reducida a una docena de días, los Monasterios clunianciences aconsejaban el afeitado cada tres semanas. Aquellos monjes obligados a traspasar los muros de los conventos y abadías podían incluso afeitarse una vez a la semana. El lugar elegido para el afeitado solía ser el claustro, excepto los monjes enfermos que eran rasurados en la enfermeria