El cabello como fetiche
Olympe de Gouges fue una joven que vivió como pocas los episodios mas violentos de la Revolución Francesa, antes de que la cortaran la cabeza, había acusado al líder de los jacobinos, Robespierre, de haber matado a tantas personas como cabellos tenía. Todo esto bien pudiera ser cierto, aunque por las imágenes que poseemos de él mucho nos tememos que su cabellera no estuviera a la altura de su vehemencia. En cualquier caso su cabello tuvo la suficiente consistencia como para sujetar el peso de su cabeza, una vez esta fue separada del cuerpo tras ser guillotinado, tal y como solían hacer los verdugos para dar fe ante el pueblo de la ejecución de la sentencia. No se tiene constancia alguna de que alguno de sus más diligentes amigos, si es que los tuvo, se ocupara de mantener su memoria, conservando alguno de aquellos cabellos.
Una de sus más ilustres víctimas, muerto años antes, el propio rey Luis XVI, tuvo otro destino. Un mechón de sus cabellos fue cortado y conservado cual reliquia dentro de un relicario para que hoy, incluso, podamos verificar por nosotros mismos, y descontando el efecto del tiempo sobre estos, el color del pelo del último Rey de Francia. Maria Antonieta, que sufrió meses después el mismo final, fue repartiendo mechones de su cabello a todos los conocidos; los de su hijo, el delfín de Francia, se conservaban en un camafeo expuesto en el Trianon.
Hemos podido comprobar por nosotros mismos la existencia de guardapelos de casi 1000 años de antigüedad expuestos en la Alhambra de Granada, pertenecían a una jovencita, probablemente enamorada, que había utilizado este recipiente para guardar al menos una parte del ser amado. Y no parte banal, porque el cabello es esencial en nuestra naturaleza, y por supuesto en nuestra personalidad. Llevamos los cabellos queridos cerca del corazón, e incluso, los no queridos, es decir; aquellos tomados por la violencia a nuestros enemigos y que en culturas primitivas son un reconocimiento al supuesto valor del vencido. Los escitas. un pueblo que se movía por las proximidades del Mar Negro, utilizaba los cueros cabelludos de sus enemigos para adornar sus abrigos de piel. Nos imaginamos el espanto que causaban los cascos de sus caballos y los alaridos inhumanos de estos tipos que, antes de emprender la batalla, solían aspirar el humo de grandes hogueras alimentadas con cáñamo, lo que producía en sus cuerpos un efecto vigorizante similar al de la marihuana, de ahí su nombre de escitas. Los griegos solo los conocieron a través de las referencias de Herodoto, un historiador griego, pero estuvieron cerca. Sus jovenes casaderas, el día previo al enlace, sacrificaban parte de sus cabellos a los dioses
Cabellos del Delfín de Francia |
Brazalete con cabellos trenzados. Finales del XIX |
Encaje de aguja realizado con cabellos humanos. XVII. Se encuentra en el Victoria and Albert Museum. Londres |
Otra forma de ostentación capilar más lírica fue la de La Reina Berenice que ofreció sus cabellos a los dioses, ni mas ni menos. Lo hizo por el amor a su marido, Ptolomeo Evergetes, aunque pidió que este retorno viniera acompañado por la victoria sobre sus enemigos. Cosa que así sucedió, pero los cabellos desaparecieron misteriosamente y a pesar de que Ptolomeo indagó por todo el Palacio no fueron capaces de hallarlos. Furioso, solo pudo ser templado gracias a los buenos oficios y el ingenio de su astrólogo; curiosamente había descubierto una nueva constelación sugiriendo al airado marido que los responsables del hurto de los cabellos eran ni mas ni menos que los dioses, los cuales, habían mostrado su agradecimiento de esa manera ¿Qué mejor destino para los cabellos que servir de molde para ese prodigio de la cosmología? Por tal motivo, la agrupación estelar recibiría el nombre de Berenice. Curiosamente, en el Antiguo Egipto, y pese al celo por conservar objetos, cadáveres y bienes en general con el fin de disfrutarlos en la otra vida, no parece haber aprecio alguno al cabello. Ello puede ser debido al hecho de que las clases elevadas en Egipto solían afeitarse la cabeza y el resto del cuerpo por razones estéticas, e incluso, higiénicas, habida cuenta de los rigores climáticos de la zona. Es por eso por lo que en sus tumbas abundaban las pelucas que utilizaban con ese doble propósito..
Para el egipcio medio el pelo era solo símbolo de barbarie. Pese a convivir durante decenas de años egipcios y judíos debieron de forjar su identidad negando la del otro, queremos decir que, ambos pueblos, parecían impermeables en su convivencia con el otro. El pelo para el judío -siempre abundante- era un símbolo de sabiduría, liderazgo y valor. No vamos a ir derrapando por los múltiples pasajes bíblicos relacionados con el cabello en Israel, repararemos nada más que en el episodio de Sansón y Dalila, bueno exactamente, en aquello que no acaba de contar el Antiguo Testamento ¿Qué hizo Dalida con el cabello del coloso? Vista la fortaleza que parecían conceder aquellos cabellos, es extraño que esta mujer no utilizara las propiedades de los mismos, por eso, nos atrevemos a sugerir que los conservó. Los cabellos de La Virgen, por ejemplo, descansan por cientos en múltiples capillas de la cristiandad; la catedral de Valencia, al parecer, posee varios, pero esto no es todo, conserva incluso algún cabello de Cristo. Hoy en día el mundo de las reliquias religiosas nos deja un poco fríos, pero durante cientos de años fueron objetos tremendamente codiciados en los que numerosas generaciones depositaron sus mejores sentimientos. Los cabellos de Mahoma, mas exactamente un pelo de la barba del Profeta, -¡Un solo pelo!- constituye una de la más valiosas joyas religiosas del Museo Topkapi, en Turquía. Su importancia radica en el hecho de que es el único resto biológico del mismo, aunque se trate de un modesto cabello. El pelo servía para marcar los iniciales capítulos de la vida en Roma. No es que la infancia tuviera mucha consideración en la antigüedad, pero los primeros cabellos que apuntaban en las mejillas de un niño, marcaban el fin de su infancia porque aquella primera barba se consagraba como primer hito de su pubertad, el vestíbulo de su ingreso en la vida adulta, Nerón, un tipo acostumbrado al exceso, ofreció sus cabellos a Júpiter dentro de una cajita de oro. El Emperador de Bizancio Constantino Pogonato, muerto en el año 685, envió al Papa de Roma y poco antes de morir, sendos guardapelos con los cabellos de sus hijos, Justiniano y Heraclio, buscando de esta manera la protección del Papa para ambos.
Precisamente estos, los niños, debido a su alto índice de mortalidad, fueron el principal motivo de evocación a través de los cabellos durante el siglo XIX . El guardapelo se había convertido en autentica joya, tanto mas cuanto que el contenido de los mismos: los cabellos, tenían un intenso poder emocional. Su alta capacidad rememorativa hizo de estos, junto a las prendas personales, en un tiempo en el que el acceso a las imágenes era muy limitado, un medio perfecto para evocar al ausente. La Reina Isabel II de España lucía en su antebrazo derecho un formidable brazalete que utilizaba a modo de guardapelo, con los cabellos de su padre, su madre, hermana, y acaso el de alguno de sus numerosos amantes. Amor y duelo eran el pretexto fundamental para conservar los cabellos. La Condesa polaca María Walewska, que fue amante de Napoleón, le envió dentro de un camafeo un mechón de su cabello como testimonio de un amor que se iba apagando en la vorágine de la historia. En torno a Napoleón, por cierto, hay toda una circulación de cabellos que marcan de alguna manera eso que decíamos antes sobre el amor y la muerte, ocasiones puntuales, mementos, en los que el pelo ejerce su particular influencia sensitiva, porque no solo refiere a las emociones sino a la parte física del ausente, es una parte de su cuerpo. Tal es así que los cabellos de Napoleón sirvieron en su momento para determinar si había sido envenenado o no, en un proceso con ciertas derivaciones que no vamos a considerar aquí. El testamento del corso repara pormenorizadamente en el destino de parte de sus cabellos, lo que evidencia cierta cultura del obsequio capilar en su época. Testó a su madre, a cada uno de sus hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas, a su mujer La Emperatriz Maria Luisa y por fin, a su hijo, varios mechones de su cabello. Esperaba, y así lo refiere, que fueran utilizados para elaborar sendas pulseras. Algunos años antes Napoleón había obsequiado a su primera mujer, Josefina, con un guardapelos de oro en cuyo interior había hecho grabar esto: el destino. El cinismo culminaba así un relación tormentosa con aquella mujer incapaz de darle un hijo al Emperador, pero que fue bien generosa en sus infidelidades. Napoleón mantuvo con esta, su primera mujer, una relación tan apasionada y biológica que llegó a escribirla esto: “Llego. No te laves”………Creemos que se nos entiende.
Estos cabellos pertenecieron a Che Guevara |
La Reina Victoria de Inglaterra, sufriente como pocas por la perdida de su marido, el Príncipe Alberto, y a quién los años de matrimonio le habían unido más a éste en lugar de separarla, quiso conservar de él un testimonio táctil de sus sentimientos e hizo conservar primorosamente los cabellos de aquel dentro de un guardapelos. Su larga vida la obligó a sufrir con el correr de los años otro desgarramiento afectivo, el de su amante, John Brown, hasta el punto de que pidió a sus más íntimos colaboradores que la enterraran con parte de sus cabellos. Deseo que dudamos se llegara a cumplir, vista el rechazo de la familia real por aquella relación última de La Reina. El periodo victoriano, significado por su puritanismo, señaló un repunte acusado de aptitudes de esta naturaleza. La disposición pesimista de los románticos, con la que cronológicamente coincidió, y su visión respecto a la fragilidad de la vida, ayudaron a fomentar la veneración por el ausente. Cierta fe en un tipo de existencia fugaz después de la muerte, situado en una especie de limbo afectivo y espacial que impedía a los difuntos separarse totalmente del mundo terrenal que habían abandonado, determinaron un culto intimo hacia los restos más personales de los que ya no estaban, lo que se ha dado en llamar la anatomia de la melancolia. Durante todo el siglo XIX floreció una industria artesanal, la joyeria del luto, la cual manufacturó esmeradisimos camafeos, colgantes, pendientes, broches, anillos, medallones y guardapelos, con el proposito de conservar aquellas pilosidades. Napoleón, en su referido testamento, pidió incluso que se hicieran pulseras con su cabello, y en una próxima entrada trataremos de unas sandalias elaboradas con cabello humano. Este proceso artesanal pasaba generalmente por la cocción de los cabellos para darles cuerpo. Benito Pérez Galdos llamaba a los artesanos del cabello «capilífices», lo hacía en su novela «La de bringas» donde reseña la particular población que habitaba en las últimas plantas del Palacio Real de Madrid durante el siglo XIX. Capilífice era Don Francisco de Bringas que se dedicaba a facturar relicarios elaborados con cabello humano, y en los que sólo empleaba material de la familia: el cabello castaño de una jovencita de quince años muerta, el rubio de su hermano también fallecido a la edad de tres años, otro tono de rubio de otro de los hermanos -afortunadamente con vida- todos ellos conservados en una cajita metálica por la madre de los niños. El pelo negro de otra de las hermanas, allí presente ,y que se ofrece alegremente a ese proyecto familiar en memoria de los seres perdidos, y por fin, el cabello blanco de la madre. Con todo ello, paciencia, tenacillas, goma laca y un cristal se dispuso Don Francisco a elaborar ese homenaje plástico a los que se fueron.
Algunos pensadores han intentado incluso establecer un nexo entre el cabello y la sexualidad por los numeros puntos de encuentro entre uno y otro, acuden por ejemplo a la ceremonia de duelo por Adonis que todos los años se celebraba en el santuario de Astarte en Biblos, y en el que las mujeres ofrecian su cabello en un rito de claros pulsos sexuales. Jorge IV, rey de Inglaterra, tuvo una extraña relación con el cabello, promiscuo hasta la demencia, coleccionaba pelos púbicos de cada uno de sus amantes y los conservaba en sobres. Capítulo aparte requiere el testimonio que George Sand ofreció con su cabello a su antiguo amante, el poeta Musset, harta de sus infidelidades estableció un nuevo horizonte sentimental junto a un médico italiano. Tras una breve renconciliación con el poeta, se cortó el pelo y se lo envió a éste acompañando una calavera. Una correspondencia tan simbolica que no requiere mayor aclaración.
Durante todo el siglo XIX e incluso principios del XX era habitual enviar mechones de pelo de la persona amada, sobre todo el día de el día de San Valentín. Una suerte de fetichismo privó a Beethoven de parte de su cabellera, incluso pocas horas después de su muerte. Sus cabellos al parecer sirvieron para pagar la fuga de judios de la Alemania nazi. Y hoy, tal y como acaece con las reliquias de la Vera Cruz (la cruz en la que fue clavado Cristo), los cabellos de Beethoven están repartidos por la mitad del planeta ,lo que hace pensar en cierta fraudulencia en cuanto a su procedencia. Al Che Guevara, una vez muerto, le robó un mechón de pelo un ex agente de la CIA, el cubano Gustavo Villoldo, se lo cortó para a continuación guardarselo en el bolsillo. Ciento veinte mil dólares pagó un norteamericano por el mechón de pelo y otros objetos pertenecientes a este revolucionario, cuya memoria, ha sido capaz de cruzar ya un siglo. Parecida cantidad pagó en su momento un fanatico de Elvis Presley al que fuera peluquero del rey del rock, bien es verdad que solo por sus cabellos lo que constituye todo un record. Aunque pocos años despues la cotización del producto se derrumbó a escasos 10.000 dolares, lo que demuestra que hay personajes incapaces de resistir el paso del tiempo. Ya veremos. Conviene por último señalar que en los Estados Unidos se conserva en el Museo Nacional de Historia Americana un marco con los mechones de cabello de varias presidentes de esta nación, entre los que figuran los de George Washington. A pesar de la imagen que poseemos de este hombre nunca uso peluca, limitándose a empolvarse con talco el pelo de color rojizo que poseia.
Mechón de pelo de Lucrecia Borgia. Se conservan en La Pinacoteca Ambrosiana de Milán, y al parecer fueron un obsequio de esta inquietante mujer a uno de sus mas caros y sinceros amantes de juventud: Pietro Bembo que sería después cardenal. Lord Byron consiguió convencer a uno de los bedeles del Museo para que le entregara uno de aquellos cabellos. El poeta inglés se sentía especialmente vinculado a esta mujer acusada de intimar con su padre y su propio hermano, toda vez que él mismo había sido acusado de una relación incestuosa con su hermanastra, lo que le valió la expulsión de Inglaterra. Los toros que se observan en sendos medallones, son el emblema de la casa Borgia