Asesinos y locos en la Historia del Arte
De las innumerables leyendas del Nuevo Mundo que trajeron los conquistadores no quedamos con esta: la que habla de un pueblo en el Amazonas que decía que sólo existe aquello que tiene nombre. De tal suerte que, habían así conseguido ser un pueblo extraordinariamente feliz, toda vez que, negando el nombre a todos los males y pesares de la naturaleza, estos dejaban de existir. Sus habitantes morían en efecto, y lo hacían como cualquier otra persona, pero no enfermaban nunca. Habían conseguido sortear las enfermedades por el mero hecho de negarlas el nombre; este pueblo se había negado a acuñar palabra alguna que hiciera referencia a la enfermedad. Difícil pues, enfermar de aquello que no existe, porque no tiene nombre alguno. Como imagen de entrada hemos elegido un cuadro de Sustermans Giusto, Medici, Gran Duque Fernando II, desfigurado por la viruela.
Les pasaba de alguna manera lo mismo que a los artistas, que no querían reconocerse como enfermos, pero en cuyas obras observamos las pistas de su padecer, las limitaciones que marca su enfermedad, sin que a veces, el autor, sea muy consciente de ello. Monet, por ejemplo (14 de noviembre de 1840 en París - 5 de diciembre de 1926 en Giverny) vivía en una nube porque sufría de cataratas, y tal como vivía así pintaba. Los críticos pensaban que era un precursor, un vanguardista, pero solo era un señor con visión defectuosa. Tenía, eso sí, una ventaja, como pintaba lo que pensaba y no lo que veía su limitación física se notaba menos. Aun así, después de retirarse la catarata le costo reconocer sus cuadros.
El jardín, Monet. |
Ya se ha dicho que locura y creatividad utilizan los mismos canales cerebrales, sin embargo, la demencia se agota en sí misma y la segunda, la creatividad, sólo se sacia, más bien se alivia, con cada una de las obras que produce el artista. La violencia y la personalidad extrema es otro compañero de viaje del genio. Benvenuto Cellini (Florencia, 3 de Noviembre de 1500 - 13 de Febrero de 1571) un escultor y exquisito orfebre italiano del XVI. Por su carácter pudo ser muerto un centenar de veces a decir del historiador del arte Hipólito Taine, pero tenía el salvoconducto de esa belleza que sabia crear. Escribió a edad avanzada una autobiografía, y de hacer caso a sus palabras, mató de mala manera a la primera de sus víctimas por lo que fue requerido por la justicia del Papa. Tuvo la precaución de proveerse de dos fruslerías de nada, piezas menores de su ajuar de orfebre. Mas ¡qué piezas! El Papa lo recibió furibundo, dispuesto a enviarlo a galeras como poco, pero Benvenuto le presentó aquellas dos naderías a Clemente VII que se deshizo inmediatamente en elogios, una vez que pudo superar el impacto estético que le causaron las mismas. ¡Cómo demonios iba a fulminar a aquel hombre! El dueño de aquellas maravillosas manos que según decían habían acabado con el Condestable de Borbón en el saco de Roma. Lo perdonó, e incluso, lo disculpó. Los hombres de genio, los artistas, están por encima de las leyes de los hombres. Además, pendencias y duelos estaban a la orden del día en Italia. Qué se iba a esperar de un hombre que decía que sólo era capaz de crear sus mejores obras en estado de furia.
Dejó pasmado al rey de Francia Francisco I con un salero que nunca ha contenido sal, pues de fijo que hubiera echado a perder el marfil, el oro y el esmalte con el que estaba labrado. Acaso las fiebres palúdicas que padecía, y que eran endémicas en ciertas zonas de Italia, le hicieron concebir ese Cristo crucificado, totalmente desnudo, regalado por Francisco de Medici a Felipe II y del que se dice que posee el rostro mas bello del Renacimiento. Una desnudez algo fuerte para los remilgados súbditos de su «católica majestad» que, al parecer, consideró oportuno cubrir sus partes con un trapo blanco. El Cristo se encuentra en el Monasterio del Escorial, y quinientos años después aún sigue recatadamente cubierto por respeto al lugar sagrado donde se encuentra. Cellini acabó sus días con retortijones de estomago, al parecer sobrevivió a un intento de asesinato pero la ponzoña dejo su organismo maltrecho.
Otro sujeto de cuidado era Caravaggio, que no se llamaba Caravaggio sino Michelangelo Merisi. Era un patán, un chuleta, un matón que paseaba provocador por la plaza Navona, insultando a unos y otros, buscando pendencia en cualquier ocasión. Los cardenales se peleaban por sus cuadros de ahí su impunidad; no salía de un pleito y ya estaba metido en otro, pero como se ve tenia protectores poderosos. Al igual que Cellini, los mecenas eran capaces de obviar el tipo de sujeto con el que trataban por muy bellaco que fuera, y Caravaggio lo era sin duda, todo con tal de conseguir de aquel zafio una de aquellas sobrecogedoras tablas de hampones y truhanes abducidos de sus bajos fondos. Parece que este era el caso de la familia Colonna que probablemente le dieron protección tras una de sus disputas. Esta, bastante más grave que las anteriores porque Caravaggio había matado a un hombre. Por fin Roma, harta de sus desmanes, haría caso omiso de la particular intensidad de sus cuadros y lo condenaría a muerte por lo que no tuvo más remedio que huir a las posesiones españolas en Nápoles. Aquí le alcanzó su destino, haciendo bueno el dicho de que «siempre hay alguien más fiera y fuerte que tú». Un día, a la salida de una taberna, fue asaltado y apalizado con tal saña que lo dieron por muerto. ¿Quién pudo ser? se preguntaran, y la respuesta era esta: todos. ¿Quién no deseaba hacerlo? Tenía enemigos en toda la bota de Italia, desde Genova hasta la isla de Malta. Sólo los cuidados de los Colonna le permitieron sobrevivir, la marquesa de Caravaggio (Caravaggio es un pueblo) estaba en Chiapa y allí se recuperó nuestro hombre, aunque no del todo, porque las marcas que dejaron en su cara los sicarios fueron definitivas.
No volvería nunca más a Roma. Lo intentó cuando pensó que el Papa podía perdonarlo, pero se quedó a medio camino. Aquí pintó David con la cabeza de Goliat, quizás su ultima obra, un cuadro inquietante, con un David benevolente sujetando una cabeza maltratada; la de Goliat. Al parecer ambos son autorretratos del autor en distintas etapas de su vida con un fin claro; el de obtener el perdón del Papa.