Religión y perfume. Olor de santidad
Cuentan que San Francisco de Borja (en la imagen su máscara funeraria), antes de ser sacerdote y santo, ejerció el oficio de las armas. En calidad de virrey de Cataluña se ocupó de acompañar el féretro de Isabel de Portugal, mujer amadísima del emperador Carlos V. Bella como pocas, su cadáver sufrió durante mas de treinta días el largo viaje desde el lugar donde murió hasta donde llegó a ser enterrada. Obligados a abrir el ataúd, Francisco de Borja ejerció como representante del Emperador, en calidad de testigo regio. Lo que sigue debió de ser inenarrable, porque Francisco descubrió que el trayecto había convertido aquellas formas delicadas y adorables de esa bella mujer en un amasijo de carne hediondo y en franco proceso de descomposición. Por lo visto, la vida de Isabel de Portugal no mereció el aroma de santidad con el que otros figuras de las historia fueron agraciadas como recompensa a su piedad y a su fe. Y eso que ella misma, sus restos más bien, sirvieron a Francisco de Borja como revulsivo, determinando así que aborreciera los lujos mundanos y acatara los votos que le hicieron religioso, y después, santo. Incluso, se dice que Francisco de Borja estaba enamorado de la emperatriz, y que todos los ensueños mantenidos en torno a aquel amor imposible mientras estaba viva, estallaron súbitamente ante sus aterrados ojos mostrandole la vana y fútil condición de la vida. En un mundo en el que los peores olores poseen una intensidad y frecuencia repugnante, la hagiografía religiosa señala esta recompensa olfativa; la agradable estación sensitiva del perfume, para todas aquellas almas que, en vida, se han sabido ganar la salvación eterna.
Vamos a sobrevolar discursivamente un fenómeno que la «paraciencia» describe con el nombre de osmogénesis, y que teológicamente consiste en admitir las efusiones aromáticas post mortem como un don, una señal de santidad. Adviértase que este fenómeno es prácticamente universal y no solo alcanza al dogma religioso cristiano. El olor de santidad está presente en otros hitos espirituales como el budismo, de cuyo fundador, Buda, se dice que exhalaba un aroma especial. El perfume es también uno de los elementos esenciales de la geografía mística de los musulmanes, que esboza un escenario fragante tejido en torno a ese Paraíso prometido, cruzado por ríos agradablemente olorosos y huríes hechas todas ellas de diversos aromas. De entre la miríada, a veces incontable, de los dioses hindúes, destacan los aromas del incienso y alcanfor a los pies de Shiva o Krishna. Aunque a veces la fuerza de la tradición nos enfrente impotentes al episodio del «sati»: las hogueras rituales en las que se quemaba el cuerpo del difunto esposo entre una marejada de olores del sándalo, y sobre la cual, supuestamente de forma voluntaria, se inmolaba su viuda, que prefería quemarse viva a soportar la soledad el resto de su vida.
Poético, pero terrible, por más que su sacrificio fuera saludado con una nube de flores; obviamente la historia de la India abruma. Pero pocas culturas como la judía disponen de un fragante amueblamiento previo, destinado a complacer al Creador: un altar de los aromas como vestíbulo para el coloquio con Dios. Es más, convierten a este último en un autentico perfumista, como cuando sugiere (ordena más bien) a Moisés las proporciones y materiales que debe utilizar para el montaje de «el óleo divino». Se sabe que este óleo es uno de los primeros productos sometido a una especie de secreto de estado, toda vez que solo el sumo sacerdote y sus descendientes estaban autorizados a su elaboración. Contravenir esta norma estaba sancionado, como solía ser habitual, con la muerte; física en este mundo, pero también acarreaba la sanción espiritual en el otro.
Curiosamente es la Virgen María, y no Cristo, quien poseía, per se, de una suave patena de dulcísimo aroma, que la acompañaba allá donde fuera, y esto durante toda su vida. Su hijo no parece que de entre sus muchos prodigios en este mundo se caracterizara por hacer honor al buen aroma. En este aspecto estaban más próximo a su condición humana que divina, toda vez que aceptaba de buen grado el carísimo aceite de nardo con el que María de Betania ungió sus pies y que deparó una cierta controversia entre los estudiosos de las Escrituras, a la vista del oneroso gasto procurado en el óleo y de cierta voluptuosa significación con la que el mundo clásico celebraba los masajes podológicos (Ver: «Acerca del Perfume y el Olor» J. García). El Beato de Liébana (1) aclaraba que Jesús era la personificación del buen olor. Lo veía como una especie de turíbulo, es decir; incensario. A su modo de ver, la Virgen poseía esa aroma por ser madre de Cristo.
PARA SABER MÁS:
Como bien sabemos la vida de Cristo mostró un temprano contacto con los perfumes; de los tres presentes ofrecidos por los Magos de Oriente, dos eran de naturaleza fragante: oro, incienso y mirra. Si rebuscamos en la historia el pulso de estos tres personajes transmite los ecos de civilizaciones en vías de extinción, cuando no desaparecidas ya o sumidas en una decidida decadencia. Hablamos de las culturas mesopotámicas y la civilización Persa. La Biblia es un texto religioso, pero también es una crónica humana e histórica con una alta capacidad de síntesis. El Antiguo Testamento entronca con la antigua Mesopotamia, utilizando el episodio del Diluvio Universal, de tal forma que Noé amansa a esa iracundo Dios que ha devastado la tierra con una hoguera en la que quema maderas aromatizas, un trasunto de antiguos mitos mesopotámicos. Los persas, por otro lado, aportan (a pesar de que Alejandro Magno toleró la devastación de la biblioteca de Persepolis y su cámara secreta, con lo que la posteridad quedó privada de esta valiosísima información) los arcángeles, el propio rey vengador e infanticida, que en la Biblia toma el nombre de Herodes, y la figura de los Magos de Oriente, en realidad alquimistas y astrónomos. Todos ellos son hitos del Avesta, el libro sagrado de los persas, cuyas primitivas ceremonias se conservan aún en las comunidades exiliadas de los parsis (persas). Estos utilizan el sándalo y el incienso en sus ceremonias fúnebres, no tanto para purificar los cadáveres, sino para preservar el mundo de los vivos de las impuras emanaciones de los cuerpos muertos. A la vista de ello, no es casual que entre los obsequios que los Magos presentan a Cristo se encuentren dos sustancias aromáticas: incienso y mirra.
Tanto el incienso como la mirra acompañan el devenir de numerosas culturas y civilizaciones. Cargadas de una utilidad que va más allá de la recreación olfativa. La mirra, por ejemplo, tenía propiedades narcóticas, se mezclaba con agua, y a veces con vino, ofreciéndose a los condenados al suplicio para aliviar en parte su atroz sufrimiento. Cristo rechazó una copa de mirra y vino antes de ser clavado en la cruz. Esta gomorresina es el exudado de un árbol que endemiza el noroeste de África, Arabia y Turquía. La mirra forma parte de la nervadura mitológica de los aromas del Asia Menor, la cuna de los perfumes según los griegos. Seguramente era, entre muchos otros, uno de los principales ingredientes del pardalium, un aroma a medio camino entre la realidad y la leyenda. Su nombre hacia referencia a un felino, «la pantera pardalis», que poseía tal olor que era capaz de embriagar hasta la inmovilidad a sus víctimas, lo que facilitaba su caza. La mirra era tan estimada que penetró en el mundo mitológico de los griegos, sustanciada en la Princesa Myrra, hija del rey de Chipre, Cínicas. Bellísima. La diosa griega del amor, Afrodita, se enceló de ella y la condenó a enamorarse de su padre del que acabó por concebir un hijo haciéndose pasar por una de sus concubinas. Furioso, Clinias ordenó su muerte. Afrodita se compadeció y la convirtió en el árbol de la mirra con el fin de ocultarla de la ira de su padre. De este árbol nació Adonis, es obvio que parte de su legendaria belleza se la debe a esta olorosa placenta en la que maduró.
La mirra estaba asociada por una lado al dolor y al pesar, puesto que su presencia era habitual en los funerales, pero también adquiría connotaciones sensuales, se utilizaba en el lecho de los reyes y en la cosmética de las futuras concubinas. Además de su elevadísimo precio, quedó marcada con ese matiz de opulencia y sensualidad oriental que la hacían un punto conflictiva en su encuentro con aromas más espirituosos. El maridaje de la mirra con el incienso, que es frecuente, le hicieron transgredir este marca de cierta frívola voluptuosidad carnal, acercándolo a aromas o mezclas más místicos. Su precio era tan desproporcionado que en tiempos de Cristo incienso y oro tenían un valor más o menos similar, pero la mirra septuplicaba a ambos. Así pues, los obsequios de los Reyes Magos al Niño Jesús no fueron precisamente bagatelas.
El éxtasis de Santa Teresa. Una santa olorosa en esta escultura de Bernini. Figura entre nuestras obras favoritas. |
Aunque resulte chocante el uso del incienso en la liturgia de la Iglesia no fue admitido hasta el siglo V; la memoria de las persecuciones sufridas, y el hecho de que la ceremonia de apostasía que el Imperio romano utilizaba para obligar a renegar de su fe a los primeros cristianos, y que estaba saturado de aromas a incienso, hicieron refractarios a los padres de la Iglesia a su uso. El propio Papa Marcelino, que lo fue en el año 296, abjuró de su fe cristiana ante el rigor de las persecuciones del emperador Diocleciano y quemó incienso ante los dioses de Roma, además de entregar una copia de las Escrituras a los funcionarios del Imperio para que fueran quemadas. Él, y otros muchos «lapsi» (renegados de la fe) no tuvieron la extrema entereza para soportar el suplicio.
Así pues, la memoria olfativa de la Iglesia paleocristiana entraba en una peculiar contradicción; renunciaba de alguna manera a los estrictos protocolos ceremoniales que Yahveh había señalado a Moisés al ofrecerle la fórmula para elaborar el incienso sagrado, durante ese interminable periplo de 40 años en los que dejo vagar a los judíos por el desierto. Durante este tiempo parece que incluso aprovechó para dejarse ver por su sufrido pueblo, mostró incluso su rostro a Moisés, que cayó desvanecido, y eso que solo permitió que lo hiciera a través del ojo de una aguja. También en este interminable periplo, el llamado pueblo elegido, tuvo ocasión para recordar las gratísimas jornadas que dedicaban sus amos en Egipto a solazarse con los aromas del incienso.
El más puro incienso se obtenía en plantaciones casi secretas al sur de la Península Arábiga, allí se ocultaban los árboles mas viejos capaces estos de producir el incienso más oloroso. Las llagas en las cortezas de los árboles eran realizadas por operarios sometidos a numerosas limitaciones; eficacia, secreto y honestidad. En el Antiguo Egipto eran cacheados con frecuencia para evitar sustracciones. El incienso arábigo se exportaba a todo el mundo conocido. Llegaba hasta China a través de la India, y salto al archipiélago del Japón de la mano del budismo más o menos en el siglo IX. Aquí experimentó un proceso de transformación que cristalizó incluso en variantes nacionales llamadas "nerikoh" , con mezclas de néctar y melaza. El incienso en el país nipón servía para curar tanto el cuerpo como el alma. Pero es en la India, que a veces parece ser el ombligo espiritual del plantea, donde los templos budistas hacían un uso frecuente del mismo, de tal forma que si se presenta en forma de polvo se llama Churna-dhurpa, como pasta Pinda-dhupa y Varti-dhupa si se ofrece como bastoncito. El humo, en efecto, es una alegoría, y permite el viaje del espíritu hasta dimensiones metafísicas, lo que en este subcontinente no solo incluye ámbitos religiosos convencionales, sino también sensuales, como es el sexo tántrico y el escaparate audaz del kamasutra. La India es un mundo aparte, que en muchos aspectos, incluido el del perfume, merece un capítulo aparte. Solo parecen refractarios a su uso disciplinas espirituales extremas, como las de los jainistas, capaces de renunciar a todo accesorio humano. Sometidos a un voto de no posesión, merodean por los caminos de la India provistos, a veces, de una escobilla de lana o de plumas de la que se sirven para apartar cualquier ser vivo al que pudieran lastimar
El nacimiento de Adonis. Marcantonio Franceschini |
La sutileza del incienso obligaba de alguna manera a completar su espectro olfativo con otras sustancias, por eso, más que de incienso, deberíamos de hablar de inciensos. En esta mixtura se utiliza muy frecuentemente la mirra, utilizada también para rellenar el abdomen de las momias por su efecto enmascarador; atenuaba la fetidez de la descomposición y ayudaba a conservar los cadáveres. En esto competía con la miel, y aunque no es objeto de esta entrada, no queremos dejar pasar por alto que en Mesopotamia embadurnaban los cadáveres con ella por su alto poder de conservación. Dice la leyenda que el mismo Alejandro Magno fue sumergido en ella para trasladar su cadáver y evitar así su descomposición.
Mesías en hebreo significa más o menos "el ungido", aunque Cristo no pudo serlo del todo, pues cuando María Magdalena y otras mujeres se dirigían allá donde descansaba su cadáver con este propósito, ya había resucitado. Una variedad, si se quiere más formal de la unción y previa al inmediato óbito, es "La extremaunción" (extrema-unción) es el postrer acto religioso en la vida. El hombre se va de este mundo entre vapores aromáticos, pero también llega a él entre olores, como el caso de Adonis; nacido del árbol de la mirra en el que su madre se había convertido por deseo de la veleidosa Afrodita. A veces incluso el olor persiste, como el de la primera mujer de Napoleón; Josefina, su tocador, sus objetos apuntaban los matices de su perfume favorito muchos años después de muerta esta. Y Cristo mismo dejó esta huella impresa. Su señal olorosa no desapareció, quedo como fotografiada en la Cruz, cual un negativo, sobre la que sufrió el suplicio; la Veracruz.
El Lignum Crucis, como también se conoce a la Cruz de Cristo, fue una reliquia que alcanzó un poder espiritual y económico formidable. Santa Elena, la madre del Emperador Constantino, el fundador de Constantinopla, removió en el siglo IV todo Jerusalén; amenazó a todos los rabinos de Israel con la muerte en la hoguera si la cruz no aparecía... Y apareció, pero de tal manera lo hizo que con el tiempo prácticamente cualquier parroquia de la cristiandad decía poseer uno trocito de la Veracruz. La Infanta Sancha, la hermana de Alfonso VII de Castilla, manifestó poseer también una de aquellas santas astillas, pero esta tenía una particularidad: su olor, el olor del hijo de Dios.
El Lignum Crucis, como también se conoce a la Cruz de Cristo, fue una reliquia que alcanzó un poder espiritual y económico formidable. Santa Elena, la madre del Emperador Constantino, el fundador de Constantinopla, removió en el siglo IV todo Jerusalén; amenazó a todos los rabinos de Israel con la muerte en la hoguera si la cruz no aparecía... Y apareció, pero de tal manera lo hizo que con el tiempo prácticamente cualquier parroquia de la cristiandad decía poseer uno trocito de la Veracruz. La Infanta Sancha, la hermana de Alfonso VII de Castilla, manifestó poseer también una de aquellas santas astillas, pero esta tenía una particularidad: su olor, el olor del hijo de Dios.
PARA SABER MÁS:
La Iglesia había recorrido un camino contradictorio en su relación con los aromas. Los primeros eremitas de la fe hacían más bien ostentación de desaseo y abandono como apunte inequívoco de su alto compromiso espiritual. De hecho, podían pasarse toda la vida sin lavarse, como San Arsenio, que vivía rodeado de hedor con el fin de que la pestilencia le recordara insistentemente el olor del Infierno, lo que le ayuda a perseverar ante todas las dificultades para salvar su alma. También Lactancio, otro curioso eremita, veía el mal incluso tras el aroma de una flor. Juan Crisóstomo consideraba peligroso el perfume, por sus efectos gratos al cuerpo. Existieron auténticos husmeadores morales, cual aquel severo religioso que recorrió las calles de la ciudad de Praga durante el siglo XVII para reconocer, y solo con su olfato, el olor de las prostitutas de la ciudad. Una habilidad esta que no parecería tan extrema, a la vista de que las meretrices acudían, como parte de su oficio, al uso de sus sustancias íntimas para estimular la libido de sus clientes. Incluso, en el siglo siguiente el XVIII, una teoría que aspiraba al rigor de la cientificidad, consideraba que la degradación moral olía, y la causa de esto era la naturaleza casi cáustica del esperma del varón, responsable de degradar la natural pureza de los órganos femeninos. De tal manera que la virginidad era el estado ideal de la mujer, el responsable del olor agradable en estas. El bautismo también proporcionaba buen olor, por eso el maniqueísmo religioso, estimaba que el peculiar olor de los judíos obedecía a la ausencia de este sacramento en sus vidas.
El término griego Myron se refiere por lo general a aquellos ungüentos realizados con mirra. La Cía. Myrurgia, una empresa de perfumería ya desaparecida, encuentra en estos vocablos su raíz. |
Los aromas marcaban los límites entre el bien y el mal, pero no cualquier olor. La Iglesia cristiana huía de los olores animales, como la algalia, el almizcle, o el ámbar. Prefiere sustancias florares, de hecho esos santos olorosos llamados "miroblitas", y a los que la tradición cristiana otorga ese indicio de santidad que consiste en la emisión de dulces aromas una vez muertos, hace hincapié en la suavidad de los mismos. Debido a su abuso durante el barroco, el almizcle, olor animal por excelencia, llegó a ser considerado como un olor sucio, propio de seres morbosamente alterados. En cambio, sus enérgicos tonos aromáticos han acompañado las ensoñaciones de la cultura musulmana, antes incluso del nacimiento de Mahoma. Algunas mezquitas, los cimientos del algunas mezquitas, queremos decir, rezuman este olor porque devotos arquitectos han mezclado su argamasa con buenas medidas de almizcle para que cuando el Sol tocara sus muros estos respiraran este olor sagrado.
Hasta el olor podía integrarse como un elemento más en la arquitectura. Las mezquitas árabes lo habían solventado de la forma referida, pero encontramos una curiosa síntesis en los templos de la Iglesia Ortodoxa. Las artes plásticas son capaces de representar sin dificultad a Dios mismo y a su hijo, Jesucristo, pero no son capaces de mostrar figurativamente al tercer miembro de la trilogía que es invisible: El Espíritu Santo. Un rayo de luz natural o una paloma pueden servir como elementos alegóricos de su presencia, pero también el aroma: el incienso, con esa ingravidez que le es consustancial, expresa esencialmente esa naturaleza etérea del espíritu, resolviendo la presencia en el templo de esta Santa Trinidad. El bota fume de Santiago de Compostela, que conserva la autenticidad del incienso del pasado gracias a una mezcla especial traída desde el Perú, quiere instanciar con esa popular ceremonia del incensario que atraviesa raudamente el crucero de la catedral, ese olor a santidad de la casa de Dios. Evocando los sahumerios medievales, destinados a aliviar dentro de los templos el recio olor de centenares de peregrinos refugiados bajo su techo y que hacían allí la noche.
Una fiesta religiosa y aromática que bien pudiera intentar enmascarar aquel uso sepulcral de muchas iglesias, bajo cuyas piedras, se consumían los cadáveres de los allí enterrados durante siglos, en un proceso químico olfativamente repugnante. Hasta tal punto era así que, muchas veces, hacía inviable y penosos los oficios religiosos por el hedor que emanaba de aquellos nichos. Por eso, una de las pruebas mas plausibles de santidad en un candidato era el buen olor una vez muerto, y que no era ese olor dulzón, post-morten, al que hacían referencia los higienistas del siglo XIX . Santa Teresa olía en vida, y cuando su cadáver fue exhumado en 1914, parece que también exhalaba un aroma especial. Los santos miroblitas, es decir, aquellos cuerpos que despiden un aroma especial tras su muerte, son una autentica legión. San Isidoro de Sevilla, por ejemplo, no solo él olía sino la tierra que lo rodeaba. San Lorenzo y San Policarpio de Esmirna, muertos por fuego, su piel a decir de la tradición despedía un dulce aroma a perfume y no a carne quemada. Más recientemente el Padre Pío, canonizado en 2002 como San Pío de Pietrelcina. Olía incluso en la distancia, hasta el punto de que su aroma era tan peculiar que llegaba a ser identificado como tal; “el perfume del Padre Pio”.
Hasta el olor podía integrarse como un elemento más en la arquitectura. Las mezquitas árabes lo habían solventado de la forma referida, pero encontramos una curiosa síntesis en los templos de la Iglesia Ortodoxa. Las artes plásticas son capaces de representar sin dificultad a Dios mismo y a su hijo, Jesucristo, pero no son capaces de mostrar figurativamente al tercer miembro de la trilogía que es invisible: El Espíritu Santo. Un rayo de luz natural o una paloma pueden servir como elementos alegóricos de su presencia, pero también el aroma: el incienso, con esa ingravidez que le es consustancial, expresa esencialmente esa naturaleza etérea del espíritu, resolviendo la presencia en el templo de esta Santa Trinidad. El bota fume de Santiago de Compostela, que conserva la autenticidad del incienso del pasado gracias a una mezcla especial traída desde el Perú, quiere instanciar con esa popular ceremonia del incensario que atraviesa raudamente el crucero de la catedral, ese olor a santidad de la casa de Dios. Evocando los sahumerios medievales, destinados a aliviar dentro de los templos el recio olor de centenares de peregrinos refugiados bajo su techo y que hacían allí la noche.
Padre Pío |
Una fiesta religiosa y aromática que bien pudiera intentar enmascarar aquel uso sepulcral de muchas iglesias, bajo cuyas piedras, se consumían los cadáveres de los allí enterrados durante siglos, en un proceso químico olfativamente repugnante. Hasta tal punto era así que, muchas veces, hacía inviable y penosos los oficios religiosos por el hedor que emanaba de aquellos nichos. Por eso, una de las pruebas mas plausibles de santidad en un candidato era el buen olor una vez muerto, y que no era ese olor dulzón, post-morten, al que hacían referencia los higienistas del siglo XIX . Santa Teresa olía en vida, y cuando su cadáver fue exhumado en 1914, parece que también exhalaba un aroma especial. Los santos miroblitas, es decir, aquellos cuerpos que despiden un aroma especial tras su muerte, son una autentica legión. San Isidoro de Sevilla, por ejemplo, no solo él olía sino la tierra que lo rodeaba. San Lorenzo y San Policarpio de Esmirna, muertos por fuego, su piel a decir de la tradición despedía un dulce aroma a perfume y no a carne quemada. Más recientemente el Padre Pío, canonizado en 2002 como San Pío de Pietrelcina. Olía incluso en la distancia, hasta el punto de que su aroma era tan peculiar que llegaba a ser identificado como tal; “el perfume del Padre Pio”.
(1) Vivió en el siglo VIII. También conocido como San Beato. Monje en el Monasterio de Santo Toribio de Liébana (Santander, España)
Entradas(post) sobre la historia del Perfume publicados hasta la fecha
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- Filosofía del Perfume. Olor y olfato. Historia del Pefume (II)
- El Perfume en Egipto. Historia del Perfume (III)
- El Perfume en Judea. Los olores de la Pasión de Cristo. Mesopotamia. Historia del Perfume (IV)
- Perfumes en Grecia. Entre el mito y la realidad. Historia del Perfume (V)
- El Perfume en Roma. Primera Parte. Historia del Perfume(VI)
- Aromas y perfumes en la Antigua Roma. Segunda Parte. Historia del Perfume(VII)
- Historia del Perfume en España: los aromas de al-Andalus. Historia del Perfume(VIII)
- Olor de Santidad. Perfumes Sagrados. Incienso y Mirra Historia del Perfume(IX)
- Perfumes, esencias y aromas en la antigua India. Parte Primera Historia del Perfume(X)
- Perfumes y olores en La India (Parte II). Historia del Perfume(XI)
- Aromas de La India. La esencia del Kamasutra. La esencia del Rey Bhoja Perfumes y olores en La India (Parte III). Historia del Perfume(XII)