HISTORIA DEL PERFUME EN ESPAÑA. AL ANDALUS
La malaria es una enfermedad muy esquiva a los avances científicos. Tanto incluso que, con frecuencia, ignoramos que su propio nombre malaria hace referencia, aunque de forma errónea, al medio por el que se transmite mal aire. También se conoce como paludismo, del latín palus: estanque, pantano. Y decimos que erróneamente, porque hasta que se descubrió que el mosquito anofeles era el responsable de su transmisión, se pensaba que se propagaba a través del aire, como el resto de las enfermedades. Para los hombres de la Edad Media y el Renacimiento, los aromas, los perfumes, constituían además de un valorable bien cosmético, un eficacísimo remedio para los malos aires que les hacían enfermar. El cuerpo debía blindarse ante el medio natural porque, incluso el agua, podía convertirse en el peor enemigo; su uso debilitaba la piel y a través de ella penetrarían en el organismo todas las amenazas del mundo externo.
Si bien la Edad Media en España tuvo unos perfiles atípicos respecto al resto de Europa, sobre todo debido a la presencia árabe en La Península, los reinos cristianos también se ocuparon de legislar sobre los baños públicos (en la Córdoba del Califato llegaron a existir hasta 400), no en balde, la cultura del agua en la Península se remonta a la época romana. En la Europa cristiana estos recintos, en los que se llegaba a bañarse incluso vestido, derivaron hacia meras mancebías en las que el agua era un pretexto para el ejercicio de la prostitución. A este respecto, cabe subrayar que, uno de los aromas más utilizados en las mancebías lo constituían las propias esencias biológicas, pues no era extraño que las prostitutas se ungieran sus cuellos y sus pechos con sus propias secreciones íntimas con el fin de estimular la libido de sus clientes. Una afamada perfumera en nuestra historia fue La Celestina: bruja, alcahueta. Lo mismo elaboraba un bebedizo para enamorar que practicaba abortos o se dedicaba a la fabricación de perfumes. En la antigua Grecia el oficio de perfumista era, al parecer, de claro predominio femenino, pues formaba parte de las artes cívicas. En Al-Andalus también eran las mujeres y los niños los encargados de recoger las flores con las que se obtenían los aceites esenciales para fabricar el perfume lo que
solía realizarse durante el mes de Junio con la recolección, entre otros, de tomillo y malvavisco (El Calendario de Córdoba). Los musulmanes se definirían por el uso de perfumes de base animal: almizcle, algalia (en cuya composición entra el mismo almizcle) o ámbar; aromas muy fuertes, intensos y biológicos. Siglos después, durante el barroco, el almizcle llegó a ser considerado como un perfume sucio, propio de viejos degenerados y meretrices. En el mundo greco-latino los perfumes animales (solo conocían el castóreo; la secreción grasienta del castor), son considerados incluso fétidos, tal y como hace Virgilio, o son directamente clasificados como malos olores, en opinión de Lucrecio.
Tanto Grecia como Roma o el antiguo Egipto consideraban a Arabia como la cuna del perfume, hasta el punto de referirse a ella como la feliz Arabia. Cuando los árabes llegaron a España venían pues marcados por esta querencia hacia los aromas. Arabia era el mayor productor de incienso, siendo este considerado el rey de los sahumerios. De hecho, son muy escasas las referencias religiosas de las que esté ausente esta resina, desde el budismo zen japonés hasta los templos de Deir el-Bahari, en el antiguo Egipto. Alejandro Magno, bastante refractario en un principio a la decadente cultura persa de los perfumes, obsequió a uno de sus preceptores con varias toneladas de incienso, lo que a juzgar por el valor del mismo hizo extraordinariamente rico a Leonidas, pues de él se trataba. Nerón, por lo visto, agotó la cosecha de incienso de Arabia para congraciarse con la memoria de su mujer Popea, a la que él mismo había matado a patadas. Y los Reyes Magos ofrecieron a Cristo los tres bienes más preciados que, junto al oro, eran dos principios aromáticos: incienso y mirra. Mientras que el primero: el incienso, siempre ha tenido un matiz más espiritual, se creía que sus vapores acompañaban al alma del difunto en su migración hacia el otro mundo, la mirra tenía un aspecto más profano. La mirra era el aroma de los sentidos y de la seducción. Era el perfume de los reyes.
La civilización árabe ha convivido pues con los perfumes desde tiempos remotos, quizás para compensar ese espacio físico tan señaladamente estéril y árido. Ya dijo Mahoma en una ocasión que tres cosas le eran gratas en la vida: las mujeres, la oración (otras versiones hablan de niños) y los perfumes. No sabemos si por este orden, pero sí lo expresó de esta manera. No es pues extraño que Al-Hakam I, emir independiente de Córdoba, mandara traer a su criado algalia y almizcle para perfumarse la cabeza y la barba en plena batalla contra los rebeldes. Al Hakam I sofocó la sublevación, y de qué manera: hizo crucificar a más de trescientos rebeldes y sus hombres se esmeraron durante tres días en una matanza generalizada. Por lo visto pensaba que, caso de ser derrotado, su cabeza decapitada podría señalarse en el otro mundo por el aroma. El Paraíso prometido a los bienaventurados por El Corán es un lugar intensamente aromatizado, hasta el punto de que las huríes mismas, esas jóvenes de intensa belleza que recibirían a los mártires del islam, estaban hechas, en parte, de puro almizcle. Lo que incluso parece requerir cierta matización, pues algunos teólogos musulmanes tienen a las huríes de azafrán hasta las rodillas; de las rodillas hasta los senos de almizcle; de ámbar desde los senos al cuello, y de alcanfor desde el cuello hasta la cabeza.
La rosa es la reina de los aromas, siguiendo en esto una tradición que se remonta a la antigua Persia. Debemos al buen hacer de los perfumeros persas el agua de rosas. Treinta mil botellas de este perfume eran enviadas todos los años al Califato de Bagdad como tributo. La diosa griega del amor, Afrodita, la había escogido como propia. El mundo romano tenía un perfume llamado Rhodinum elaborado con los pétalos de dicha flor. En Al-Andalus destaca la rosa de flor doble, en sus dos variedades, roja y blanca. Produce el agua de rosas más exquisita. Existe otra variedad: la de hojas simples, también de color blanco o rojo, siendo esta última la más aromática. Además de la rosa, la violeta y otras flores, los árabes gustan de aromas fuertes y untuosos, es el caso del almizcle y el ámbar. Ambos tienen una curiosa procedencia, son de origen animal. Huelen por sí mismos. ¡Y cómo huelen¡ También ayudan a fijar otros aromas más lábiles. El almizcle (al-misk) es una sustancia que se extrae de las glándulas abdominales del ciervo almizclero o cabritillo que vive en las estepas asiáticas (Tíbet, China). Dicha glándula se encuentra situada entre el ombligo y los órganos sexuales del animal, por lo que su extracción implicaba generalmente la muerte de este. Presenta un aspecto oleoso dentro de la bolsa donde se encuentra y es duro y quebradizo cuando se seca. Su olor es tan intenso que muchos patrones de barcos se negaban a transportarlo por esa misma razón. El ámbar gris, el más valioso de todos, es prácticamente el vómito indigerido de un cachalote; en efecto, se trata de una sustancia digestiva que genera este cetáceo para proteger su aparato digestivo [*], pero que a veces aglutina fatalmente produciendo una obstrucción intestinal mortal. En fresco tiene un olor nauseabundo, pero la luz solar, el agua y un posterior proceso de secado lo convierten en un aroma delicado y muy estimado, aunque para algunos excesivamente sofocante.
Perfume y cosmética no pertenecen solo al ámbito del cuidado personal, sino que tienen compromisos terapéuticos; la pulcritud, la limpieza, aleja la enfermedad; el mal aire del que se hablaba al principio. De hecho muchos recetarios hacen hincapié más bien en sus aplicaciones salutíferas que cosméticas, constituyendo así un precedente de la aromaterapia. Así, por ejemplo, el almizcle es altamente vigorizante. Su origen animal y su función sexual, no escapan a la fina intuición de la medicina árabe y lo convierten en un poderoso afrodisíaco. El aloe, que perfuma el aliento y es bueno para el estomago. Azafrán; diurético, combinado con el vino aumenta sus efectos. El nardo (Cristo fue ungido al parecer con aceite de nardo) es bueno para el hígado y evita la caída de las pestañas. La rosa, apropiada para aliviar el dolor de cabeza....
El carácter sensualista de la cultura oriental queda reforzado por el tratamiento que el Corán mantiene hacia la mujer, permaneced en vuestras casas, dice el texto sagrado. Acaso el culto a los muertos en los cementerios, a las que eran muy aficionadas, y la asistencia a los baños, permitan a la mujer andalusí un ámbito de socialización mas allá de su hogar. Aunque formalmente restringido, sería ingenuo pensar que los hombres no aprovecharían estos espacios para cortejarlas, de tal manera que no sabemos muy bien si era su devoción religiosa o la coquetería la que en última instancia las hacia tan aficionadas a estos recintos. Expresiones del tipo se fue al baño y desapareció por siete días, pintan una realidad de los hechos que no tiene correlato académico ni oficial. El gineceo griego puede considerarse un precedente como ámbito privativo del sexo femenino. Y si en Grecia existía un perfume para cada parte del cuerpo, en Al-Andalus probablemente se utilizara además un aroma para cada época del año: durante el invierno almizcle, aloe, ámbar y aceite de jazmín; en primavera otra vez almizcle, incienso y algalia. Para el verano, sándalo, agua de manzana y rosas; en el otoño jazmín, agua de manzana y agua de rosas.
Los baños árabes, denominados: Hammams, herencia directa de la Hispania romana, de la que la Bética era la alumna más aventajada, tan alabados, y con razón, tienen en los cronistas de la época una relectura no tan virtuosa, quizás para justificar la medida del rey Alfonso XI que decidió cerrar muchos de ellos. Un viajero musulmán en Sevilla: Ibn Abdun, sospecha que en los baños se ejerce algo más que la higiene, al advertir que barberos, masajistas y empleados en general de los mismos iban prácticamente desnudos
La ciudad de Córdoba tenía más de 400 baños públicos y unas notables proporciones para la época. No había otra igual en Occidente, pese a que los 150.000 ó 200.000 habitantes que se la estiman en tiempos del primer califa independiente, Abderramán I, puedan parecernos modestas. Era el centro de un territorio (siglos X-XI)en el que el 75 por ciento de la población peninsular vivía en la zona musulmana. La ciudad se había convertido en la capital de Occidente. Pero no todo eran luces. Quince mil esclavos estaban censados en la urbe y Al-Andalus, a decir de numerosos cronistas(**), se había convertido en el principal centro de receptación de esclavos castrados de Europa. Capturados en el norte del Continente, comerciantes judíos y francos se ocupaban, principalmente en la ciudad de Verdún (Francia), de someter a los esclavos a una mutilación tan salvaje que su índice de supervivencia era muy escaso. Por lo visto también la villa de Lucena (Córdoba) conocida como La Perla de Sefarad, se significó puntualmente. La demanda de este tipo de esclavos (***) era elevada, y también lo era su precio, debido a la alta mortandad que comportaba la operación.
Perfumero de origen egipcio. S. XIII |
Córdoba había alcanzado tales dimensiones que era difícil de gestionar. Pese a los Hammams, su red de alcantarillado, el uso de aromas extraordinariamente fuertes, la ciudad olía, y por momentos, apestaba. No es extraño que con el fin de aliviarse de aquel cerco olfativo, los ciudadanos que podían permitírselo, acudieran a los perfumistas callejeros con el fin de adquirir el perfume que les permitiera callejear por aquella urbe sin sofocarse con su olor. Los vendedores ambulantes de perfumes, a los que se les permite cierta intimidad comercial en sus transacciones con las mujeres, aprovechaban sus inocentes visitas para identificar aquellos hogares en los que la abundancia denunciaba cierto bienestar económico, y a veces, aliados con rateros, saqueaban los mismos . Es probable que numerosos artesanos se dedicaran a la manufactura y venta de perfumes en los zocos y que existieran maestros perfumeros que compitieran con la exquisitez de sus aromas e, incluso, se agruparan como en la antigua Roma en determinados barrios; en Granada al menos, existía tal zoco en el siglo XII. Y también, igual que en la antigua Roma, el oficio de perfumista era un tanto ambiguo. En el límite muchas veces de lo que era legal y lo que dejaba de serlo. Su técnica les permitía no solo elaborar esencias, sino bebedizos con supuestas propiedades mágicas, venenos, abortivos, etc. El alambique, si no de origen árabe (su propio nombre lo delata: al-ambiq) sí que fue perfeccionado por ellos, permitía la destilación de perfumes obviando enojosos procesos como el enfleurage(****) o la maceración. La decantación y la producción de aromas por arrastre fueron exportadas desde al-Andalus al resto de Europa
El harén es otro elemento recurrente en el universo musulmán. Un territorio prohibido que pierde un poco de su misteriosa sensualidad cuando los pocos cronistas, muchos de ellos eunucos, lo describen. El harén es más bien una olla a presión en el que decenas, y a veces centenares de mujeres, conviven día y noche, suspirando (de ambición que no de amor) todas por los favores del mismo hombre. Desplegando todas sus artimañas para convertirse en la madre del heredero, incluyendo, entre ellas, hasta el mismo asesinato. Muchas, sobre todo las más veteranas, se habían resignado a un buen pasar. Todas podían ser elegidas para una noche de placer, pero muy pocas serán consideradas como el colmo de los deseos. Alusión esta a la favorita del hermano de Abderramán II, única de las 15 concubinas que consiguió sobrevivir al derrumbamiento del techo del palacio, junto al propio hermano del emir. Se le consideró un hombre tan afortunado que Abderramán II, para compensarle de aquella pérdida, le entregó no quince, sino 25 mujeres. Cuando murió su funeral fue un autentico festejo de perfumes y aromas en consideración a su extrema fortuna en vida. No es objeto de esta entrada, pero sorprende, para la época, la longevidad de la aristocracia andalusí.
Pues bien, todas ellas saben que El Califa jamás elegirá como favorita a más de una o dos mujeres, y por este lado desisten de sus ambiciones, pero no así de sus necesidades; un eunuco da mucho de sí (Eunucos de Bizancio. Castración y vileza en el Imperio Romano de Oriente). En un recinto en el que numerosas mujeres jóvenes permanecen inactivas y ociosas se establecen lazos de afinidad emocional y física: son pecados menores, los musulmanes toleran el lesbianismo con bastante mejor disposición que el adulterio. A la postre, es lícito dudar de que ese acicalamiento exquisito y primoroso al que se dedican las concubinas tenga como propósito destacar sobre las demás para que El Califa repare en ellas. Nos atrevemos a afirmar que se trata más bien de una cosmética para uso interno del harén. Imaginamos estos recintos de cualquier ciudad andalusí: Sevilla, Almería, Córdoba, Granada, cualquier tarde de verano. Humedecidos los suelos con vinagre aromatizado. Circulando mansamente una agradable corriente de aire por mor de la disposición de las piezas arquitectónicas, fuentecillas, inverosímiles regatos, umbrías y apacibles esquinas. Aprovechando al máximo el agua finamente pulverizada en los jardines que, al contacto con las flores, obtiene de ellas esa sutil y penetrante esencia que solo los climas cálidos son capaces de proporcionar. Y por si esta campana de olores no es suficiente, el sopor estival se intensifica con las manos hábiles de las masajistas, trabajando con aceites olorosos y ungüentos los músculos de la espalda, la fina cordillera de las piernas, los glúteos, las plantas de los pies. Son atendidas por una nube de esclavas diligentes, quedando medio adormecidas por el silencioso trabajo de la depilación de las cejas; pelo a pelo, pintando sugerentes lunares en su rostro utilizando para ello el peligroso y dañino Khol, un derivado del sulfuro de plomo y cuyo abuso podía llegar hasta el envenenamiento.
En la Alhambra. Rudolf Ernst. |
Pocos pueblos como el árabe han prestado tanta atención a la higiene bucal. Por eso estas mujeres, con toda seguridad esclavas capturadas en el norte de Europa o de la Península, masticaban una rama de siwäk que mantenía fresco el aliento porque de la boca, según el sabio, salían los peores humores. Creemos recordar que existe un friso en Mesopotamia, cuyo origen se pierde en los albores de la memoria, en el que los embajadores y sirvientes se presentan ante el Rey tapándose la boca. El mazdeísmo, una religión antiquísima originaria de Persia, también exige a sus fieles taparse la boca para no contaminar con el aliento el llamado fuego sagrado.
Es probable que las concubinas, que eran tan insufribles como bellas, no hubieran tolerado que la proximidad de las sirvientas inundara sus sentidos con la hez de mil digestiones. El siwäk debían utilizarlo también antes de orar y cuando leyeran el Corán, sin olvidar que el mal aliento era una de las causas admitidas como lícitas para el divorcio entre los musulmanes. Cuidadosas en mil detalles de esa cultura de la higiene, que no solo depilaba el vello de natural visible, sino aquel que por lo general no se ve. Una idiosincrasia en la que tan cómodamente se había instalado Al-Andalus no descuidaban ni el lavado de los pliegues de la piel en los nudillos de sus manos, pues no en balde, era un reducto de suciedad. Ni abandonaban el perfilado de sus ojos, el depilado de las axilas, el cuidado de las uñas, ni el teñido con alheña de sus aún jóvenes cabellos, sus manos o sus pies. Y pese a cierta prevención, recibían con agrado extremo una lluvia de agua olorosa, la llamada rosa damascena, que era un perfume al alcance de pocos, finamente vaporizada a través de los dientes de una esclava que, a tal efecto, había llenado su boca con dicho líquido. Ni siquiera el olor de mujer menstruante, tan señalado por numerosos tabúes, era capaz de retirar a aquellas mujeres de la primera línea de la seducción porque entonces, aquellos trapitos de algodón o lana, precursores de las modernas compresas, eran impregnados con perfume de almizcle, siempre y cuando no hubiera un luto de por medio, que prohibía el uso de cualquier perfume. En el Speculum al foder (ed. Teresa Vicens. Barcelona) un texto catalán del siglo XIV que recoge el espíritu estético y erótico de la cultura árabe, y al que se le ha llamado el Kamasutra catalán, ya se dice que cuatro son las partes muy perfumadas que debe mostrar una mujer: la boca, la nariz, las axilas y el coño (sic)
Ese sensualismo oriental, uno de cuyos apuntes cosméticos mas señalado es el perfume, según los autores clásicos greco-latinos, venia no obstante acompañado con frecuencia de otros prejuicios. A nadie se le escapaba ese punto de especial crueldad e inclemencia que se les suponía a las naturalezas orientales. Fomentada desde el recelo, pero también desde el temor y que contrapone la vida recia, rústica y natural de las mujeres cristianas, cuyo prototipo es Jimena, mujer del Cid, frente a la blanda disposición de las mujeres del harén, borrachas de las intensas exhalaciones de pebeteros repletos de ámbar y otros aromas. Plauto, el escritor latino, decía que una mujer huele bien cuando no huele a nada. Y San Jerónimo previene a las damas cristianas, siempre un poco a remolque de las orientales en sus modelos estéticos, del uso del “almizcle de ratón”, ese aroma enervante más propio de afeminados que de mujeres. Pero este no es un discurso local, ni mucho menos, para mostrar lo que, por otro lado, parece obvio y es que las culturas más refinadas sucumben ante las menos ilustradas porque cumplen su ciclo vital. Alejandro Magno cuando llegó a Asia despreciaba la civilización olfativa de los persas, capaz de convertir a la supuestamente elitista guardia personal del Rey de Persia, conocidos como los inmortales, en un colectivo de jovencitos perfumados y apuestos que huyeron a la desbandada en cuanto aventaron las falanges griegas. Los mismos atenienses sufrían también el desprecio de Esparta por sus hábitos higiénicos y abominaban de la frivolidad de sus mujeres. A Perictíone, la madre de Platón, pitagórica de formación, y una estrella femenina, casi solitaria, atípica en el horizonte filosófico de su tiempo, se le atribuye (con ciertas reservas) una guía para evitar las "incontinencias femeninas"; puesto que la belleza proviene de la sabiduría, vacuo es el perfume que viene de Arabia, el colorete y el teñido de cabellos. La República Romana ofrecía la ruralidad de sus mujeres y la entereza de sus varones ante la morbidez del Imperio en el que los hombres se afeitaban hasta el vello del culo, y en el que incluso un poeta instalado en la sofisticación como Virgilio se rinde ante el hombre limpio y mínimamente perfumado. En este sentido, la epopeya del honesto varón romano Régulo (Honor. Honra y juicios de Dios) conmueve la conciencia de todos los que la conozcan.
Los pueblos perecen y se hace difícil aceptar que la renovación llegue de la mano de montaraces rústicos que ofrecen sin disimulo alguno la picante intensidad de sus aromas corporales. Ante este fatal designio impresiona el esmero del comerciante de una ciudad al sur de la actual Turquía (Diyarbekir), que mezcló en el mortero que utilizaba para construir la mezquita varias medidas de almizcle, con el fin de que aquel templo se mantuviera permanentemente perfumado, sobre todo cuando los rayos del Sol inciden en sus muros. De alguna manera quería asegurarse que este aspecto, el buen olor de las cosas, que tanto se agradece y tanto se ignora, quedara asegurada para el resto de la eternidad. Parece que el olor, el buen olor, es el compañero ideal para los senderos por los que nos hacen transitar las emociones, no es pues extraño que las favoritas de los reyes musulmanes de Granada gustaran de contemplar la ciudad sobre una losa a la que le habían practicado innumerables orificios, a través de los cuales penetraban los aromas de un sahumerio colocado en la planta inferior.
En La Alhambra, ese recinto que a veces parece de porcelana, de la misma manera que en las termas romanas, existía una estancia llamada duwayra en la que se conservaban los más soberbios perfumes de la época: esencia de limón, esencia de rosas, esencia de violetas, naranja, ámbar.... Tampoco se nos escapa, más que nada con el propósito de mensurar el alto refinamiento de esta gente llegada del desierto, y que de paso, nos sacó de nuestro espacio natural de convivencia, no se nos escapa, decíamos, la figura de Abderramán III, sentado sobre los granos de arena con los que había ordenado cubrir una de las estancias de su Medina Azahara y en donde gustaba recibir a sus invitados. Durante los meses de calor media docena de esclavos refrescaban la estancia provistos de abanicos empapados en aguas aromáticas: rosa, jazmín, sándalo. Queremos creer que es cierto, que ese salón arenoso existía, que esa arena estaba también perfumada y que Medina Azahara, al igual que el Palacio que hizo construir Nerón en Roma, poseía una sala donde una fuente que solo contenía azufre, generaba una caprichosa luminosidad, tal que las paredes parecían moverse. Porque la historia tiene de cierto lo que los pueblos quieran creer de ella, una pieza mal colocada, una nota inadecuada y todo el horizonte se derrumba. Como el de este mismo Abderramán III: sutil, delicado y amable por un lado, sólo fue feliz quince días en su vida, y no fueron días consecutivos: he reinado cincuenta años y mi reino ha sido siempre pacífico o victorioso.........Pero he contado escrupulosamente los días que he gustado de una felicidad sin amargura y solo he hallado catorce en mi larga vida (Historia General de España. Modesto Lafuente). Pero también fue cruel y vengativo por otro, cuando dicen que hizo quemar el rostro de una de las mujeres de su harén porque en un momento determinado le fue esquiva y no quiso recibir de él un beso. O haciéndole ganar la santidad al joven y bello Pelayo (San Pelayo 911-925), cuando ordenó desmembrarlo, pues este también rechazó las caricias del Califa y además, osó tirarle de las barbas, lo que conociendo los códigos de las culturas semíticas es una formidable ofensa. ¿Con qué nos quedamos? ¿Con esa maravillosa ciudad o con el sufrimiento de una mujer y un joven? ¿Qué le redime en la Historia? ¿La balanza entre sus buenas acciones y las que no lo fueron?
Su hijo Alhakam II fue exquisito, tanto que no pronunciaba el nombre de Alá sin haber limpiado su boca con uno de los numerosos colutorios dentales del recetario de Al-Andalus. Religioso, y aún así, razonable, pues se propuso acabar con la tendencia de su pueblo al consumo excesivo de alcohol y quiso arrancar todas las parras; le disuadieron porque a falta de uva acudirían al licor de higo que por lo visto tenía mayor graduación alcohólica. Es probable que aquella monumental biblioteca con cuatrocientos mil volúmenes que dicen fue capaz de acaparar, irradiara por sí misma tanta luz como la más sublime de todas las Mezquitas. En ella había un libro en el que se sugería que el único cometido de los perfumes en el mundo era el de llevarse entre sus vapores todas las grandes almas al cielo.
Esta tierra de Al Andalus en el siglo XI ya era considerada como el Paraíso para cualquier musulmán, y un poco mas tarde, al-Suyuti ya hablaba de las mujeres peninsulares alabando su gran belleza y estimándolas como las mejor perfumadas del orbe.
(*) El proceso no está explicado con claridad. Además el ambar se trata mas bien de una aglutinación instestinal que produce obstrucción y compromete severamente la vida del animal.
(**) Ibn Hawqal geógrafo y cronista musulmán del siglo X, decía que todos los eunucos eslavos castrados que existian en el mundo lo habían sido en Al-andalus, y que esas intervenciones las habían realizado médicos judios. Liutprando de Cremona, obispo de la misma ciudad, murió denunciando esto mismo y también el vergonzoso tráfico de esclavos del que prácticamente media Europa obtenía beneficio.
(***) Esclavo parece derivar de la denominación étnica Sclavus: eslavo.
(****) Enfleurage. Método muy antiguo que consiste en disponer sobre una superficie grasienta (grasa animal por lo general) material botánico: pétalos de flores, con el fin de que el olor de estas quede fijado en la materia grasa. El proceso se repite al cabo de 2 o 3 días hasta que la grasa quede saturada.
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