La espada es el alma de un samurái. En realidad la espada es el alma del Japón. Es uno de los tres regalos sagrados de los Dioses al primer emperador de las islas. La simbiosis entre hombre y metal se ha ido produciendo a lo largo de 2.000 años de convivencia, desde las primitivas espadas rectas del siglo II antes de Cristo, hasta la perfección inaudita de las piezas curvas, más eficaces en combate y fijada su aparición en el siglo VI ó VII. Cuenta la leyenda que la dureza de las espadas japonesas se debe mas bien a un fracaso. Amakuni, que era espadero del Emperador, vio un día regresar al ejercito, y tras observar el gran número de soldados que traían su espada rota, se propuso fabricar un arma tan resistente que no pudiera ser quebrada. Obtuvo de un sueño la inspiración, y de esta manera consiguió forjar un metal extremadamente duro por fuera, y con el fin de amortiguar los impactos, blando por dentro. Estableció así la técnica que durante siglos han utilizado los maestros espaderos, cuya formación requiere años de aprendizaje. Auténticos forjadores del acero, un maestro espadero no es cualquier cosa; en Japón nadie que haga su trabajo con amor, sea el que sea, es irrelevante. En particular el espadero es una autoridad espiritual, y su taller es una iglesia donde se forjan, no solo armas, sino almas. Las Nihontô, espadas japonesas, eran piezas únicas y muchas de ellas estaban datadas, de forma que la más antigua se remonta al año 1159 y fue fabricada por un tal Naminohira Yukimasa. Se ha considerado al Nihontô (la popular katana es un tipo, entre varios, de Nihontô) como la más eficaz arma de corte que ha sido capaz de fabricar el hombre; se pretendía incluso que fueran capaces de cortar el metal sin por ello mellarse en lo más mínimo. Por supuesto que no todas las Nihontô eran pulidas hasta la fatiga, tal y como parece requerir el procedimiento tradicional, que exige no menos de cinco piedras diferentes para su bruñido como parte de un meticuloso proceso. La guerra y los frecuentes conflictos no lo permitían, se eliminaban las marcas en el metal y se restituían a su forma original.
Que la espada es el alma del samurái no es un exceso literario. La espada ocupa un lugar preeminente en el hogar de un guerrero. Le acompaña allá donde va, y cuando por cortesía debe desprenderse de ella, quién la toma lo debe hacer con la suficiente consideración y respeto, haciéndola descansar sobre una tela. Nadie puede tocarla más que su dueño, el cual recibe con satisfacción las alabanzas que sobre el arma se hagan. Pero el respeto es mutuo, es decir, el samurái no puede utilizar su espada si le invade la ira o de forma zafia. En este marco donde el honor se ha hipertrofiado haciéndose tan frágil como los pétalos de una flor, el mero roce de dos espadas, aunque sea involuntario, puede generar un conflicto tremendo cuyos extremos son de una violencia extrema. Refiere Richard Cohen, en su libro Blandir la espada, que el encuentro casual de dos samuráis al servicio del Emperador del Japón, ocasionó que sus aceros se encontraran accidentalmente, lo que después de varias peripecias derivó en el suicidio de los dos por entender que era la única manera de lavar la ofensa sufrida por sus espadas.
Estas poderosas armas de corte eran capaces de penetrar en las armaduras, por lo general de cuero, y de frenar en seco una carga de caballería, puesto que empezaron a fabricarse con ese fin piezas de más de 1,30 de largo, capaces de seccionar las patas de los caballos. Su eficacia estaba fuera de toda duda, aún así, algunos samuráis utilizaban los cuerpos de desprevenidos campesinos para probar en ellos la capacidad de estas bellas, pero terribles armas. Puede pensarse que cada samurái escogía su espada, pues el maestro espadero (algunos se consideraban meros pulidores de almas) le mostraba un grupo de ellas para que este eligiera. Mas la tradición decía que no era así, que aquellas piezas cuya elaboración podía llevar hasta tres meses, eran las que escogían al guerrero, y lo hacían con la suficiente sutileza como para hacer pensar al mismo que solo de su voluntad dependía la elección.
El destino de muchos condenados a muerte era terrible, servían como "sparring" a uno de estos señores de la guerra; aprovechaban sus armas para hacer justicia a la que vez que probaban el buen temple del acero. Otras veces, el propio samurái se dedicaba a comprar cadáveres en los que poder practicar. Los fijaba en posición erguida mediante dos postes paralelos, a estos amarraba el cuerpo con la ayuda de cuerdas. Cuando consideraba que había practicado lo suficiente, devolvía aquellos restos mutilados a sus familiares, si los hubiera, pagando a cambio el funeral del mismo. Tameshigiri se llamaba a esta forma de ejercitar el metal. En cualquier caso un samurái pertenecía a esa casta social que podía matar a un campesino o comerciante sin necesidad de justificar sus actos, ni por supuesto, ser encausado por ellos. Pero no eran los únicos, cualquier miembro de las castas guerreras de la India podía matar a un hombre de una casta inferior por el mero hecho de coincidir en el mismo sendero (1).
Los samuráis tuvieron un origen rural y en puridad su único propósito era el de enriquecerse lo más rápido posible merced a su fuerza física y habilidades guerreras. Originalmente pueden considerarse como meros bandoleros. Asesinos y violentos a los que el concepto del honor, la disciplina y la lealtad eran totalmente extraño. No obstante, traspasado el siglo XI los encontramos ya adscritos por juramentos de lealtad a clanes liderados por señores feudales.
Etimológicamente Samurái viene a significar criado o servidor. Se convierte en una casta guerrera al servicio de los grandes señores feudales; los conocidos como Shogun. El shogunato es un periodo en la historia del Japón muy similar a la Edad Media en Europa, con su correspondiente estamentización social. El sistema es ocupado en el vértice por los propios Shogun o generalísimos, seguida, un escalón más abajo, por los jefes de clan; Daimyös y finalmente los samuráis. Más allá el resto de la sociedad, mercaderes, campesinos, artesanos, etc. Shogun, daimyös y samurais eran los únicos que podían portar armas. El poder imperial era meramente testimonial. Los primeros misioneros portugueses que llegaron a Japón dibujaron el poder del Emperador como meramente espiritual y protocolario, residiendo la capacidad real en los Shogun, los cuales mantuvieron al Japón en una permanente guerra de clanes durante más de 400 años.
Los samuráis se contaban por decenas de miles y su status social quedó marcado por el derecho a portar una espada, sobre todo, después del llamado "decreto de la caza de espadas" en 1588, que prohibía el uso de armas al campesinado, entre otras cosas para evitar las frecuentes rebeliones agrarias que pusieron a prueba la capacidad militar de los Shogun y de los samuráis mismos, derrotados con frecuencia por estas masas enfurecidas y hambrientas.
En 1876 se abordó la mas que ingente labor de desarmar a la casta guerrera que durante más de mil años había marcado la pulsión vital del Japón, y de la que seguramente tendremos apuntes gracias a la habitual eficacia narrativa de Hollywood, que la plasmó en la película "el ultimo samurái". La llamada rebelión Satsuma fue el grito final del Japón feudal. En el año 1876 más de 25.000 samuráis se rebelaron contra el gobierno imperial que había exigido a los restos de esta élite guerrera la entrega de sus espadas, privándoles así del derecho a portarlas. Muchos de los oficiales al servicio del ejército imperial, por no decir la mayoría, eran ellos mismos samuráis y sobre todo "Ronin".
Se calcula que casi 2.000.000 de japoneses, el 8% de la población del Japón, estaba vinculada en mayor o menor grado al antiguo sistema militar. Integrar a esta masa de guerreros tras la rebelión y derrota de 1876 en una sociedad que pretendían acceder al siglo XX, como sistema donde primaran los valores civiles fue muy difícil, si no imposible. Parece que debe hablarse más bien de simbiosis, el guerrero samurái con sus valores y su ética se integrará en la sociedad, pero inoculará en esta parte de su forma de ver el mundo. La historia reciente del Japón es incomprensible si se menosprecia esta idiosincrasia en el carácter nacional
A principios del siglo XVII la casta de los bushi o samuráis, era un grupo totalmente cerrado que ya solo se transmitía de padres a hijos. El sistema fue generando por distintos motivos una autentica muchedumbre de guerreros educados como samuráis, pero no adscritos ni a clan ni disciplina alguna. Miles de caballeros andantes no tan inofensivos como "El Quijote", pero quizás igual de locos, endurecidos por la guerra y conocidos en Japón como "Ronin". Los Ronin, “hombres de olas” que, cual maremotos, destrozaban todo aquello que estaba a su alcance, ora aliándose con los campesinos en sus rebeliones, ora saqueando todo cuanto podían. Amenazaban ese sistema estamental y jerárquico cerrado. Pueden considerarse como aquellos samuráis que se habían pasado al lado oscuro, bien de grado o por la fuerza. Distantes con las clases populares, establecieron sin embargo alianzas oportunistas con todos aquellos que desafiaran el poder de los Shogun y samuráis.
Quinientos años de luchas fratricidas habían generado en Japón una cultura de la espada que incluía monjes guerreros y los conocidos ninjas, al parecer de bastante mala fama. En sentido estricto la paz no existe para el samurái, los periodos de tregua eran un breve hiato temporal que le sirve para ejercitarse y mejorar sus artes de guerra, y tal vez, el duelo o desafío con otro de su estirpe por cualquier ofensa real o ficticia.
Pese a la impronta del Bushido (del que hablaremos a continuación) muchos samuráis eran sujetos fatuos y prepotentes muy conscientes de su poder y superioridad, que toleraban mal la adversidad en las relaciones humanas y que desdecían con su comportamiento la máxima de que no hay valor sin justicia. “Arrogantes y currutacos que merecían el odio como ningún otro” (Nishida, Castúo: Storied cities of Japan, 1963) Su número no debía de ser desdeñable, toda vez que fueron capaces de generar una intensa animadversión hacía el colectivo por parte de otras clases sociales que, con frecuencia, los veía más petulantes que guerreros.
Tokugawa Ieyasu, el Gran Shogun del Japón del siglo XVII, alarmado por esa numerosa masa de guerreros hipersensibles y fanfarrones, encontró en la cultura de los duelos y desafíos un estimable método para aliviar la presión de los desclasados e indisciplinados ronin. Los ronin, con el tiempo, llegaron a convertirse en el peor enemigo de los Shogun ya que terminaron por vincularse en juramentos de lealtad al poder imperial y nutrieron al ejercito de un buen número de buenos, y a veces, excepcionales guerreros. Contaba un maestro de judo llamado Yokoyama que en cierta ocasión uno de estos guerreros errantes, astroso y harapiento, tuvo la desgracia de rozar con la punta de su espada el acero de otro samurái, de tal forma que este exigió una satisfacción, convencido de su superioridad a la vista de la precaria presencia de aquel indigente. Además el samurái estaba acompañado por otros dos compañeros que inmediatamente hicieron causa común con él. El ronin, tras un breve lance, mató al primero abriéndole las entrañas y dejó severamente herido a un segundo, mientras que el tercero decidió huir. Al parecer el Ronin era un experto en el arte de desenvainar la espada (iaijutsu) Habilidad esta que ya había llamado la atención de uno de los primeros visitantes occidentales en Japón, Alessandro Valignano en el siglo XVI, el iaijutsu permitía deshacerse de sus enemigos en dos fulgurantes movimientos. Duelos de esta naturaleza debieron ser tan frecuentes en Japón que aburre su enumeración. Referimos este por que tiene la particularidad de que se produjo en pleno siglo XIX .
Se llegaba a Ronin por varias razones, por voluntad propia; por ejemplo, al solicitar la libertad de su señor o porque éste fuera derrotado o porque fuera muerto. Un caso de esta naturaleza fue capaz de fijar en la mitología japonesa una de las leyendas más intensas: se trata de la leyenda de los 47 ronin que se juramentaron para vengar la muerte de su señor pese a prohibición expresa de su Shogun. Durante dos años pergeñaron su venganza hasta que por fin, como si fueran un solo hombre, vengaron su muerte, sabedores de que esto les obligaría a practicarse el desentrañamiento, a la vista de que esta era la sanción por desobedecer a su Shogun.
Un samurái no podía tocar un cadáver si no quería quedar deshonrado. Mas era costumbre decapitar al enemigo vencido y ofrecer su cabeza al general, con la intención de mostrar así el valor del guerrero. Con el fin de sortear este tabú se acudía a un utensilio llamado Kogai Se trataba de la llave que cerraba la espada en su vaina. El Kogai tenía varias utilidades y podía ser utilizado como arma corta en la batalla. Se solía colocar en el moño o mage en el que el samurái se recogía el cabello. Si el guerrero era muerto y decapitado en batalla, el kogai podía ser utilizado como asa para coger la cabeza sin tocar el cuerpo.
Lo que hace especial al samurai no es tanto su valor, que lo tiene, si no la cobertura espiritual del bushido. En El Bushido cristalizan tres vectores religiosos. El Shintoismo, que es propiamente la religión nacional del Japón. El Budismo originario de la India, pero adoptado como propio y que toma la llamada forma Zen en el archipiélago, y por último; una patena de pragmatismo oriental de la mano de Confucio. De tal manera que a los dioses tutelares del Shinto se les pide longevidad, salud, fama y bienes, pero se dirigen a Buddha para su salvación personal. Y este equipaje de ideas, las confluencia de vectores de distinto origen son capaces de tejer una trama vital que permiten al samurái, por ejemplo, luchar sin piedad alguna en la batalla, pero emocionarse como un niño con el canto de un pájaro o elaborar, en los periodos de paz, inspiradísimos versos mientras se ensimisman en la belleza de los trazos caligráficos. Un samurái no encuentra contradicción alguna entre el uso prolijo de la espada y el cultivo delicado de la palabra, forman parte del mismo saber: el "do". Y este es tan exigente cuando se aplica a los arreglos florales, por ejemplo, como a la ceremonia del te, la fabricación de una espada o al más que prolijo ceremonial que antecede a la entrada de un templo. Un samurái, en definitiva, debía aspirar sobre todo a una muerte honrosa, que no solo requería valor sino la suficiente compostura y ataraxia emocional. A las mujeres samurái, que estaban prácticamente sometidas al mismo código que sus maridos, se les exigía que se inmovilizaran previamente las piernas antes de someterse al seppuku, es decir al suicidio ritual, que también alcanzaba a las mujeres y que, en su caso, consistía en rebanarse el cuello con un cuchillo que siempre llevaba en su poder. Por lo visto, los últimos estertores de la vida podían dejar aquel cuerpo desarmonicamente dispuesto y así el observador no podría valorar esa suerte de belleza que hasta la muerte posee. Y no es que pensemos que todos los samuráis eran capaces de llevar hasta sus últimas consecuencias el feroz rigor de su código, ni mucho menos, pero el que lo hacía tenía ganada una suerte de inmortalidad que pasaba necesariamente por conservar la compostura. La indiferencia de su rostro en este momento límite apuntaba su sublime valor como guerrero, y para que la intensidad del dolor que él mismo se autoinflingía al destriparse no le traicionara, contaba con la espada liberadora que su mejor amigo utilizaría para decapitarlo y evitarle así el atroz sufrimiento de la agonía. Pero con todo, y en un particular alarde de consideración, su tajo debería ser tan medido que permitiera que aquella cabeza seccionada no rodara por el suelo, como la de los enemigos derrotados, un trozo de piel no seccionada del cuello, permitiría mantenerla suspendida del cuerpo lo suficiente como para que pudiera ser depositada sobre una bandeja.
Japón parece a veces un país de cristal, limpio, ceremonioso, cortés. Celoso de unas tradiciones que se han conservado vigorosamente a través de la historia, en parte debido a su insularidad, A lo largo de esa historia, intensa y sólida, a veces perturbada, Japón ha tenido varías almas y espíritus salvadores, como aquel viento divíno que les salvó de la invasión de los mongoles en el siglo XIII y que fue adoptado como divisa por los pilotos Kamikaze en la II Guerra Mundial. Una de estas ha sido capaz de trascender todas ellas, las ha sincretizado y resumido en un código, no escrito, pero transmitido de generación en generación verbalmente y de padres a hijos, es el Bushido, el Código del guerrero. Un conjunto de tradiciones marciales asumidos sin reparo alguno por los guerreros del Japón y que, por azares históricos, penetraron en la sociedad civil. No se puede entender al samurái sin el bushido y el bushido no se puede entender sin el testimonio de la espiritualidad. El Japón del siglo XX y XXI es un eco más o menos intenso de ese código caballeresco que, milagrosamente, ha sido capaz de mantener una cierta vigencia en el quehacer diario de la nación japonesa.
Desde hace más de dos mil años Japón ha experimentado tres grandes influencias religiosas, de un lado 1. el Shintoismo una religión autóctona, animista: para la cual la naturaleza es un organismo vivo, un privilegio que nos ha sido concedido de forma provisional, puesto que es la morada de los Dioses y los ancestros. Es el recinto que testimonia el paso de nuestros antepasados a los que debemos respetar, nosotros solo estamos de paso. Debemos pues cuidarla y conservarla. Así pues, amor por la tierra, patriotismo y respeto por los ancestros: el emperador es un ser casi divino.
Algunos escudos de familia |
Japón parece a veces un país de cristal, limpio, ceremonioso, cortés. Celoso de unas tradiciones que se han conservado vigorosamente a través de la historia, en parte debido a su insularidad, A lo largo de esa historia, intensa y sólida, a veces perturbada, Japón ha tenido varías almas y espíritus salvadores, como aquel viento divíno que les salvó de la invasión de los mongoles en el siglo XIII y que fue adoptado como divisa por los pilotos Kamikaze en la II Guerra Mundial. Una de estas ha sido capaz de trascender todas ellas, las ha sincretizado y resumido en un código, no escrito, pero transmitido de generación en generación verbalmente y de padres a hijos, es el Bushido, el Código del guerrero. Un conjunto de tradiciones marciales asumidos sin reparo alguno por los guerreros del Japón y que, por azares históricos, penetraron en la sociedad civil. No se puede entender al samurái sin el bushido y el bushido no se puede entender sin el testimonio de la espiritualidad. El Japón del siglo XX y XXI es un eco más o menos intenso de ese código caballeresco que, milagrosamente, ha sido capaz de mantener una cierta vigencia en el quehacer diario de la nación japonesa.
Curiosa lámina en la que se observa el suicidio ritual (harakiri) de los 47 Samuráis en la mansión del Señor de Hosokawa. Uno a uno son conducidos desde la derecha hasta el tatami, donde, tras abrirse el vientre, serán decapitados. Pese a la dureza de los hechos, el ritual no será obviado en ningún momento, de tal forma que sus cadáveres son retirados del escenario sobre un futón, mientras que las esterillas sobre las que se coloca el guerrero para su autoinmolación, son sustituidas con cada desentrañamiento. |
Desde hace más de dos mil años Japón ha experimentado tres grandes influencias religiosas, de un lado 1. el Shintoismo una religión autóctona, animista: para la cual la naturaleza es un organismo vivo, un privilegio que nos ha sido concedido de forma provisional, puesto que es la morada de los Dioses y los ancestros. Es el recinto que testimonia el paso de nuestros antepasados a los que debemos respetar, nosotros solo estamos de paso. Debemos pues cuidarla y conservarla. Así pues, amor por la tierra, patriotismo y respeto por los ancestros: el emperador es un ser casi divino.
Otro de estos puntales es 2. el Budismo zen, penetró en China y después en Japón. Es una adaptación del Budismo que tuvo su origen en la India. El Zen se significa por la reflexión, ausencia de intención, “dejarse llevar” y paz interior. El zen es el resultado de la síntesis entre la espiritualidad india, amor por la naturaleza del Shinto y pragmatismo confucionista. El Zen no pide retirarse del mundo como practica el monacato budista en la India, sino que su propósito es imbricarse en la realidad civil, significando los hechos cotidianos en toda su intensión. Por ejemplo, como cuando tengo hambre, y duermo cuando tengo sueño; nuestra mente acompaña de forma natural lo que señalan nuestros pautas vitales. Tal es así que cualquier aportación subjetiva puede interferir en la percepción clara y precisa de la Naturaleza. La palabra, pensada más que escrita, es un elemento que interfiere la verdadera meditación y la razón. La mente en consecuencia sufre una especie de resaca conceptual, una saturación de palabras. No juega limpio, porque lo que vemos más bien es el reflejo de esos conceptos más que la verdad misma. Se apunta el caso de aquel monje que se encuentra meditando en la oscuridad, y de pronto, pisa algo pringoso, piensa que es un sapo con lo que ha violado el principio de no agredir cualquier forma de vida. Atormentado por su mala conciencia, y tras sufrir una pesadilla tras otra durante toda la noche, se dirige angustiado, a la mañana siguiente, al lugar donde supone ha cometido tamaña falta, para descubrir que no había tal sapo, sino una fruta podrida, lo que le permite derivar la responsabilidad de su angustia a sus propios pensamientos. En este sentido, la reclusión meditativa es solo de cobardes, limita nuestra percepción del mundo. Los monjes no pueden pensar que una vida de reclusión les pueda llevar a hacer el bien, el aislamiento solo produce malos pensamientos.
La espitiualidad del Zen tiene siempre un punto de sociabilización y está señalado por un sentido practico Todo lo cual no hace más que reforzar el otro frente del alma japonesa 3. el confucionismo: virtud, decoro y ritual. Aplicación del principio universal que pasa por no desear para los demás lo que no estimo para mi mismo. En realidad Confucio mantiene una postura de duda teológica; no sabía si Dios existía o no, pero sí pensaba que el hombre podía ser bueno por naturaleza, y que la ética era el medio para conseguir una vida mejor. Shintoismo, Budismo Zen y Confucionismo inspiran los valores del Bushido, marcando así las virtudes que debe asumir el guerrero. Estas son: la entereza frente a la adversidad, estoicismo y aceptación de la muerte; respeto por la tierra, ya que es la casa de los dioses y lealtad y ética de las relaciones humanas. Todo lo cual se traduce en multitud de virtudes de alto alcance espiritual como pueden ser el valor sin límites, el honor, la lealtad, la benevolencia, la serenidad como estética última del valor. Pero, también en infinidad de normas, protocolos o etiquetas para la vida cotidiana; cómo andar, cómo saludar, cómo sentarse a la mesa, cómo servir el te, ejercicios de caligrafía. O cómo colocar una toalla sobre el suelo con el fin de evitar que la sangre lo manche, una vez practicado el seppuku o desentrañamiento………. Cosas de samurái.
[1] Historia de La India. Precedentes del "sati". Inmolación colectiva de los guerreros Rajputs
Vida de un Samurái . La corta vida de un samurái. Desde su dura infancia a su aspera adolescencia, pasando por un matrimonio desgraciado y una muerte honrosa.