Incensiario minoicoFilosofía del perfume. Olor y Olfato |
El olfato ha sido tan menospreciado a lo largo de la historia que hemos llegado a un punto en el que carecemos socialmente de un lenguaje adecuado sobre el olor, un discurso con matices. Es decir, sabemos que algo huele bien o huele mal, o que no huele en absoluto, pero como nuestra cultura olfativa es muy limitada, no somos capaces de afinar discursivamente esa impresión. De hecho, la mayoría de las personas, puestas en el brete de renunciar a uno de sus sentidos, eligen mayoritariamente el olfato como sujeto víctima.
Como no tenemos cultura olfativa, ni siquiera para precisar sensaciones elementales vinculadas a la experiencia olorosa, como tonos odoríferos, acidez, fondo y cosas por el estilo. Sufrimos de una cierta impotencia descriptiva para cubrir las expectativas que cualquier lenguaje satisface sobre el objeto del que se ocupa. El olfato es un gran usurpador: utiliza dominios lingüísticos que no le son propios: sinestesia, dicen; olor blanco, olor duro, olor silencioso…. Quedan bien cortas las clasificaciones que haría Linneo sobre los 7 tipos de olor, a saber: “aromático, fragante, ambrosiaco, aliáceo, caprino, impuro, y nauseabundo”. De todos ellos, sólo este último, el nauseabundo, nos sugiere toda la potencia de su definición, y no sin razón como veremos más adelante.
Pero carecer de cultura olfativa no quiere decir que seamos insensibles al olor. Algunos antropólogos consideran, por ejemplo, que dos formas de entender el mundo como son la árabe y la anglosajona, marcan sus diferencias, incluso, en la forma de gestionar sus sentidos. El árabe no elude la proximidad física, e incluso, el contacto. Ofrece así su olor corporal como una muestra de consideración por su interlocutor. La distancia que establece por lo general la cultura social de los anglosajones, fija la distancia corporal como una forma de esconder el olor personal al otro, que es también una forma de respeto hacia los demás.
Destilación de perfumes realizada en estiércol. Biblioteca Nacional de España |
Olemos, siempre olemos, pero nuestro olfato está tan saturado de nuestro propio olor que no sabemos segregarlo del marasmo de aromas que percibimos; pensamos que no olemos o no somos conscientes de hacerlo. En este sentido, hay olores pasivos, aquellos que nos acompañan permanentemente como nuestro propio olor personal, de tal forma que el cerebro se toma la confianza de ignorarlos y solo intencionadamente somos capaces de percibirlos evocativamente; los activos son aquellos a los que nuestro cerebro se enfrenta por primera vez, o lo hace de forma infrecuente, en este caso reexperimenta la sensación olorosa (ver para esto la introducción del libro "Acerca del Perfume y el olor"). Además, olemos distinto los unos de los otros: los blancos de los negros, los niños de los viejos, las mujeres de los hombres, incluso, hasta dicen que los pelirrojos tienen un olor especial. Nuestra cabeza no huele igual que nuestras manos, y el olor de estas en nada se parece al de nuestras axilas. En la casi prehistoria de la ciencia médica se pensaba que el cuerpo poseía una suerte de fumarolas por las que expelía al exterior todas las impurezas: «los emuntorios», se llamaban, caracterizándose por su fuerte olor; localizados en la cabeza, las axilas, los intestinos, la vejiga, conductos espermáticos, ingles y los espacios entre los dedos de los pies.
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A nadie se le escapa que las madres reconocen a su hijos recién nacidos por el olor. Y es que la capacidad de procrear vincula a las hembras de la especie con mayor intensidad a la fuerza de los sentidos. Las mujeres son siempre algo salvaje, en el sentido autenticidad biológica, queremos decir. Por ejemplo, uno de los primeros síntomas del embarazo se traduce en un aumento de la sensibilidad olfativa. El beso, uno de esos agradables ejercicios en nuestra cultura occidental, y que tanto repugna a los chinos y otros pueblos orientales, que ven en él signos que apuntan más bien al canibalismo, es, al parecer, una deriva o variedad del llamado beso olfativo. Las efusiones de cariño entre los faraones y sus amantes, pasaban por un olfateo previo, estas demostraciones de afecto, probablemente incestuosas (el faraón Tutankamón parece ser el resultado de una unión incestuosa), no desaparecieron hasta que los griegos impusieron el beso en la boca. En el sudeste de la India al amado no se le pide un beso sino ser olido, cosa que también sucede en Borneo. El saludo en África consiste en oler las palmas de las manos. En la costa Nigeriana, las madres acarician a sus bebes con las narices, y en el continente americano muchos pueblos indígenas: «pies negros», «esquimales», etc. utilizan en sus demostraciones de afecto el olfato: los inuit, un pueblo esquimal, utilizan la misma palabra para referirse al «beso» y al «olor». Obviamente el espectro del olfato ha dejado marcadas numerosas culturas.
En efecto, toda la historia ilustrada de la Humanidad huele. Huele, en este caso, al perfume con el que probablemente se embriagaron los hombres de las cavernas. Y afirmamos esto pese a la ausencia de testimonio alguno que así lo evidencie. No nos cabe la menor duda de que hubo un momento en el que estos sujetos se detuvieron para aspirar el aroma de una flor, y que, queriendo capturar ese olor, intentaron prolongarlo de alguna manera en el tiempo, dando lugar quizás de esta manera al proceso de obtención de las esencias que constituyen la semilla de cualquier perfume. Y observen que hemos dicho «perfume», que ya es una categoría del olor.
El perfume es la aristocracia del olfato porque el mundo, mal que nos pese, huele mal. Nuestro olfato, de hecho, percibe mejor los malos olores que aquellos que no lo son. Parece que de esta manera quiere prevenirnos de los muchos males que puede acarrearnos un olor fétido; por lo general un organismo en proceso de transformación hacia la toxicidad, un veneno en definitiva, que no se ve, pero que se huele, y no siempre.
Queremos evocar con esto que el olor es a veces traicionero. Un enemigo silente, como el de los gases de las alcantarillas. A veces son estos tan intensos, tan poderosos, que narcotizan el olfato, lo duermen para atenuar así el nivel de alarma del organismo y envenenarnos a través de él sin que nos demos cuenta. Les sucede a los operarios de las alcantarillas de muchas ciudades del tercer mundo. Así se explica el protocolo de seguridad de nuestras civilizadas urbes, el cual prohíbe el acceso a las alcantarillas sin aparatos de medida y si no es en compañía de otro operario. El mundo huele mal, las transformaciones de los seres vivos parece exigirlo. La epidemia por antonomasia, «la peste», debe su nombre al hedor de las bubas de los enfermos. Incluso, los mundos perecen bajo un manto de pesado olor a pólvora, como parece que le sucede a las rocas que los astronautas trajeron de La Luna. Un olor este, el de la pólvora, que se ha llegado perfumatizar (no sabemos si existe esta palabra) bajo la ocurrente boutade de «Masclet nº5», con objeto de distribuirlo en ciudades como Valencia durante sus ruidosas fiestas.
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Al perfume se le ha considerado el sudor de los dioses, la transpiración de nuestra fe. No hay manifestación religiosa en la que él no esté presente, de un forma u otra. Ni cultura que no se haya expresado a través del olor. El perfume distingue y uniformiza; distingue porque enmascara el olor natural e uniformiza porque, en efecto, nos quita esa parte tan personal que nos hace únicos. Malolientes quizás, pero únicos.
En fin, básicamente un perfume está constituido por tres elementos combinados en distinta proporción. De un lado la materia prima: aceites esenciales, por lo general plantas, hierbas, maderas. Un fijador, cuyo propósito es bastante curioso, por un lado debe moderar la velocidad de evaporación de la esencia; como quiera que un perfume suele ser una combinación de varios aceites esenciales, el objeto del fijador es también el de procurar promediar la evaporación de todos los componentes del mismo. Actualmente son sintéticos, pero antes generalmente eran de origen animal, potentes y quizás por eso llamados «animalic» (almizcle, ámbar, civeto, etc.). Por fin el diluyente, en la perfumería occidental es el alcohol, pero antes la presentación del perfume era distinta y se solía utilizar, bien aceite o grasa animal como la de buey. Pensamos que con estos recursos elementales a) aceites esenciales b) fijadores y c) diluyentes, nuestro viaje por la historia del perfume se nos hará más claro. Tendremos que esperar a la siguiente entrada que intentaremos no se demore en exceso. En ella hablaremos del perfume en Egipto
Entradas(post) sobre la historia del Perfume publicados hasta la fecha
- El Perfume. Los perfumes. Historia del Perfume (I)
- Filosofía del Perfume. Olor y olfato. Historia del Pefume (II)
- El Perfume en Egipto. Historia del Perfume (III)
- El Perfume en Judea. Los olores de la Pasión de Cristo. Mesopotamia. Historia del Perfume (IV)
- Perfumes en Grecia. Entre el mito y la realidad. Historia del Perfume (V)
- El Perfume en Roma. Primera Parte. Historia del Perfume(VI)
- Aromas y perfumes en la Antigua Roma. Segunda Parte. Historia del Perfume(VII)
- Historia del Perfume en España: los aromas de al-Andalus. Historia del Perfume(VIII)
- Olor de Santidad. Perfumes Sagrados. Incienso y Mirra Historia del Perfume(IX)
- Perfumes, esencias y aromas en la antigua India. Parte Primera Historia del Perfume(X)
- Perfumes y olores en La India (Parte II). Historia del Perfume(XI)
- Aromas de La India. La esencia del Kamasutra. La esencia del Rey Bhoja Perfumes y olores en La India (Parte III). Historia del Perfume(XII)
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Rev: 04/02/2022
Continuará...