El Bello Brummell. El apogeo del dandismo





Brummel el apogeos del dandismo. IA






El Bello Brummell. El  apogeo del dandismo 


Es difícil hacer elogio de lo vano, sobre todo en una cultura como la nuestra que valora  la laboriosidad y el esfuerzo como medios imprescindibles para alcanzar el reconocimiento y la estima social. Resulta incluso antipático hablar del dandismo como quintaesencia de lo fútil. Pero, lo hemos valorado mejor y vamos a rendirnos al placer de las cosas intelectivamente intrascendentes, esas que, al parecer, son la médula de la felicidad, a decir de muchos, porque su propósito es gratificar solo el instante; alegrarnos la vista. «...Pues sólo el dandi se viste, los demás o nos abrigamos o nos adornamos».

     Brummell, por lo que refieren quienes le conocieron, no fue un hombre especialmente atractivo, carecía de aquella belleza legendaria que se le atribuía a Frijol Fielding al que el propio rey Carlos II bautizó como el bello Fielding. Nuestro hombre tenía el cabello rojizo y   un perfil diríase que griego, voz hermosa y ojos sagaces. Tampoco fue, en sentido estricto, el precursor del dandismo, por ejemplo, entre otros, encontramos a un tal coronel     Matthews, un petimetre que,   años antes que Brummell, marcaba tendencias en los salones ingleses con su rebuscada afectación. El coronel sufrió una mutilación inocua, perdió uno de sus dientes, pero visto el tipo de vida que llevaba lo consideró un terrible desastre y se implanto el diente de un donante, quizás de un cadáver, lo que a decir de sus contemporáneos le produciría una mortal infección en la boca.     Brummell carecía de abolengo nobiliario alguno, su abuelo fue un trabajador manual . Su padre,  fue secretario privado de lord Northl, Primer Ministro de Jorge III y dandi a su vez en horas perdidas, y con el cual el padre de Brummell haría una pequeña fortuna. 

El bello Nash. Un precursor
El bello Nash. Un precursor

     Beau Brummell, como se le llegó a conocer, ingresa en Eton, donde sus compañeros, debido a su extremo atildamiento, acicalado hasta el desdén, le empiezan a llamar macaroni (ver imagen). De Eton paso a Oxford y al abandonar esta, ingresó como corneta en el 10 regimiento  de húsares a cuyo mando se hallaba el Príncipe de Gales. Se retiraría de la vida militar con el cargo de Capitán. 

Macaroni. Movimiento que surgió en Inglaterra hacia 1770.
Macaroni. Movimiento que surgió en Inglaterra hacia 1770. Los Macaroni vestían de forma estrafalaria y extravagante. Fueron, de alguna manera precursores del dandismo

Las dificultades para vestir a un Príncipe
Esta imagen recoge las dificultades para vestir al futuro Jorge IV.  Un hombre que prácticamente fallecio de gula

     El Príncipe de Gales, el futuro Jorge IV, sería fundamental para Brummell. En este tiempo el Príncipe de Gales tenía 32 años. Poseía la desvaída y gélida belleza propia de la casa de Hannover, y encontró en aquel joven corneta todo aquello de lo que él carecía: la apostura de Brummell, el destacar sin pretenderlo pues su elegancia consistía en una perfecta armonía de todas las partes, ninguna de ellas sobresalía por encima de las demás. Brummell mostraba también una pasmosa amabilidad, y a la vez, una lengua afilada y ocurrente con la que bien hubiera podido dirimir con éxito una de los infinitos duelos con que se obsequiaban los varones de la época. El Príncipe de Gales intuyó en Brummell esa parte de la naturaleza humana de la que estaba privado, la autoexigencia y voluntad que no tenía y que le hacia derrumbarse una y otra vez en episodios de gula, tan descontrolados que, hacían a los médicos temer por su vida. No en balde sus pesadísimas digestiones fueron famosas porque habitualmente solían venir acompañadas de una sangría con el fin de aliviar la congestión. 

Jorge IV en su juventud
Jorge IV en su juventud

     La verdad es que, vidas ejemplares, modelos vitales que imitar no los había encontrado el futuro Jorge IV. Su padre el rey Jorge III, que acabaría demenciado,  mantenía una relación matrimonial aparentemente al uso, menos cuando sufría ataques de locura, en ese momento el conspicuo monarca se transformaba en un sátiro libidinoso. Él mismo y su hermano, Guillermo IV que lo sucedería,  le dieron más de cincuenta nietos a Jorge III, de los cuales todos, menos uno, eran bastardos. Guillermo IV confesaba sin reparos en su correspondencia su desprecio por un país de mujeres tan frías que, prácticamente, según él, se veía obligado a violar a cualquier desconocida para mantener su virilidad en vigor. Del mismo Jorge IV se dijo que podría haber elaborado varias pelucas con los cabellos de sus parejas sexuales, los cuales solía coleccionar.



     Este alma obesa, tal y como le definiría la pluma de un escritor francés, se convirtió en el protector de Brummell,  y a la postre, en su más paciente discípulo, rendido ante la sutil y delicada impertinencia de Brummell.  De la mano de su preceptor haría su presentación en sociedad luciendo un frac cuya perfecta factura haría exclamar de entusiasmo al propio Byron, para añadir a continuación que, a su parecer, el siglo XIX había dado tres grandes nombres: él mismo, Napoleón, y sobre todo Brummell. Los duques de York y Cambridge, los condes de Westmoreland y Chatham,el duque de Rutland se mostraron como sus recalcitrantes admiradores. Invitado de excepción en Ascot, todos aceptaron la dictadura de su gusto exquisito. Su carisma le hizo líder de la Watier club del que también Byron era miembro.

Brummell de niño
Brummell de niño
     

    El manual de la elegancia que manejaba Brummell parecía sostener que la indumentaria perfecta era aquella que no se hacía notar, y en la que cada cosa pareciera exactamente lo que es. Esta era una de sus máximas: guantes que pasaran desapercibidos porque eran tan finos como la piel misma. Pantalones medidos milimétricamente, ajustados a la anatomía como sólo un sastre sabe hacerlo, chalecos que eran como unas segundas costillas, zapatos tan brillantes y pulidos que era bien difícil imaginar que aquel lustre fuera el resultado de  bruñirlos con champagne. Su corbata de muselina blanca era el símbolo de su amor por la limpieza, en un tiempo en el que acceder a determinados lugares sin protegerse el olfato, acarreaba mas de un desagradable sorpresa. Brummell llegaba a bañarse hasta tres veces al día, y eso en un tiempo de petimetres vestidos con telas carísimas, pero incapaces de tomar un baño durante semanas. Rendido por ello al hechizo de los perfumes, por lo visto era aficionado a la colonia Floris, un producto de la casa del mismo nombre, fundada en Londres por el español Juan Femenias Florit en el primer tercio del XVIII. Y es que la ociosidad suele producir telarañas, con frecuencia en el cerebro, se le recordará por la forma de abrir su cajita de rapé (una suerte de tabaco molido que se aspiraba) utilizando el pulgar, y por detestar los guisantes, que no era una fobia irrelevante pues el cuestionado paladar inglés los había convertido en una especie de plato nacional. Incluso llegó a achalorar las suelas de los zapatos, aunque esto último, más bien, parece debido a la inquina de los literatos franceses.

     Solía censurar a aquellos que usaran colores contrastados, histéricos en su jerga, criticándolos hasta la crueldad. Esta pedagógica cruzada debió de sufrirla  el primer y más insigne de sus alumnos, el propio Príncipe de Gales, muy aficionado a utilizar accesorios e indumentaria mas propios de una tienda de chinos que de salones en los que se suponía una cierta dignidad en el estilo. Gordo y lechoso, el Príncipe de Gales  sabía que nunca llegaría a dominar el arte de la elegancia. El príncipe aceptaba sus chanzas de buen grado, le acompañaba incluso con sus carcajadas... hasta que dejó de hacerlo. 

Una de las imágenes más conocidas de Brummell

     ¿Pero qué hace un dandi? Nada, no hace absolutamente nada ¿Y qué lo mantiene más allá de su indumentaria? La vanidad. La vanidad es su arma, porque si la pierde, mostrará que del dandismo al ridículo media un breve espacio. Y esta ociosidad metafísica la observamos con claridad en el príncipe de Kaunitz, otro dandi austriaco, que no tenía nada que hacer, entretenido, embobado más bien, en un pensamiento recurrente que consistía en cavilar obsesivamente sobre el estado de su cabello. Quizás una deriva más arrojado fue la que ofreció el conde de Orsay, bonapartista irredento, que no era tal conde, pero que gustaba de llamarse así, ofreció su pecho desnudo a su rival en un duelo para que no le destrozara la cara. Caballero sin miedo, le llamaban. Curiosamente este gesto fue un precedente imitado por el depuesto emperador de México, Maximiliano de Habsburgo, que impetró al pelotón de fusilamiento un respeto por su rostro. 

Jorge IV sufriendo su digestión
Jorge IV sufriendo su digestión

     Un dandi debe ser capaz de congelar sus emociones. Se cuenta de Brummell que, interpelado sobre cual de los  lagos escoceses que había visitado le parecía el más hermoso, dejó que su sirviente respondiera, vista su absoluta abulia para decidirse. Nosotros, ya lo decíamos al principio, hemos intentado establecer lazos emotivos con el dandismo, pero nos ha sido imposible. No hay complicidad con el personaje, no sabemos si existe personaje bajo ese disfraz permanente del dandi que fue Brummell. Al dandismo le resbalan las emociones, ni sienten, ni padecen. Las emociones  son vulgares, se echa de menos incluso que no puedan ser maquilladas, pero maquilladas en el sentido real de la expresión y no figurado. Quizás para Brummell el alma humana se encuentra en las uñas, eso sí, siempre y cuando estuvieran sometidas a una manicura delicada. Ya decía Balzac que la humanidad se divide en tres tipos de personas: los que trabajan, los que piensan y aquellos que no hacen nada. Los dandis pertenecen a esta última categoría.  Hay excepciones, claro, tan sutiles eso sí que solo parecen afectar al ámbito del discurso, nos referimos al Duque de Osuna; riquísimo, utilizaba los billetes como luminarias. En esto, en quemar los billetes, queremos decir, le ganó la partida a su muy idolatrado D'Orsay. Este,  para afear sus miserias a un banquero de la familia Rothschild que se había ido de bruces al suelo para agarrar una moneda que se le había caído, prendió un billete para iluminar su sagrada pesquisa. El Duque de Osuna, que fue dandi, no se conformó con un billete, quemó un fajo durante su embajada en la corte del Zar. Por eso queremos pensar que el Duque, pese a gastarse una verdadera fortuna, tuvo al menos un oficio para entretenerse.


Anillo papal


Barbey d'Aurevilly 1808-1889. Vizconde escribió una de las biografias de Brummell. Él mismo se consideraba un dandi. Capaz de mantener un discurso durante dos horas seguidas sujetando una copa en su mano izquierda, (de la que no derramaba ni una gota, pese a gesticular con viveza) y un pequeño espejito en su derecha con el que espiaba las reacciones a sus palabras de los que se encontraban a su espalda. Pero también podía guardar un pertinaz silencio si alguno de los presentes le desagrada. Se cuenta que cierto individuo de baja estatura no era de su agrado, cuando este decidió abandonar la velada d'Aurevilly llamó su atención y le entregó un lápiz "es su bastón", le dijo




     Esta inactividad del dandi no es inocua, produce tedio, esa abulia esencial para gestionar las emociones que sufre la clase privilegiada británica. Un  escritor francés del XIX,  Barbey d'Aurevilly,  sostenía que los ingleses son inmoderados con el alcohol porque este les permite descubrir un mundo en el que reconocen que se encuentran cómodos   libres de sus castrenses prejuicios . Seguramente en estas condiciones, altamente etilizado queremos decir, le espetaría Brummell a su benefactor, el Príncipe de Gales la opinión que le merecía su generoso cuerpo: !Gordo¡, le llamó y lo hizo de tal manera que todo el mundo pudiera escucharlo. Por lo visto el príncipe le había estado evitando toda la velada, ninguneándolo con unos y con otros, y esto, para el ego hipertrofiado de Brummell, era insoportable. 

     Fue el principio del fin, aunque el ocaso de aquella….digamos burbuja, se había venido gestionando desde hacia tiempo. Las 30000 libras que había heredado de su padre, un suma considerable, se habían ido esfumando, por ejemplo, en aquellos guantes que  exigían el concurso de 4 artesanos, uno de ellos se encargaba exclusivamente de elaborar la pieza que cubriría el dedo pulgar

trio de dandis
Trio de dandis. Gallica. Biblioteca Nacional de Francia
     Tanto le adularon que llegó un momento en el que se consideró invulnerable. Pensó incluso que el juego sería igual de benévolo con él como lo había sido la sociedad londinense, pero aquí se equivocaba. Pronto empezó a acudir a los prestamistas y acumuló deudas en un tiempo en la que estas, si no se pagaban, acarreaban la prisión. Agobiado por las deudas cruzó a Calais, en Francia, una especie de asilo de insolventes, poblado por ingleses arruinados. Tras subastar parte de sus bienes, incluida su escupidera de plata ya que él era incapaz de escupir en barro, se dedicó envejecer poco a poco, paseando por las solitarias playas. Al principio guardando las formas, manteniendo esa completísima toilette que precedía al desayuno y que llegó a demorarse horas en sus mejores tiempos. Honoré de Balzac “Traité de la vie élégante” describía a Brummell como un individuo avejentado en su exilio francés, pero aún así marcando todavía la moda de los franceses debido a su fama. No en balde el autor francés sostiene que, cuanto más dandis presente una sociedad mayor desarrollo tendrá esta.

     Fue perdiendo la cabeza al final, sosteniendo encuentros inexistentes con los fantasmas de sus personajes, que ocupaban butacas fantasmas y apuraban limonadas también inexistentes, y eso hasta que el mayordomo de Brummell (en este final de la historia el único ser real) anunciaba que el coche de caballos aguardaba al visitante. Un coche que por lo visto solo Brummell era capaz de ver en el delirio de su senectud. Murió en 1840.




Biblio: 
  • Traité de la vie èlègante. Honoré de Balzac.
  • The live of Geoge Brummell. Jesse William 1809-1871
  • Beau Brummell and his times. Boutet de Monvel, Roger
  • Du dandisme et de G. Brummell. Barbey de Aurevilly, Jules 

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